Bruno Ferrin, de 86 años, edificó medio centenar de juegos mecánicos de hasta 60 metros de altura con materiales reciclados
Nervesa della Battaglia (Italia) | 28 de agosto de 2023
Bruno Ferrin, de 86 años, es un hombre de otra época. Habla dialecto véneto intacto, esa lengua que ya solo conservan los abuelos, y muy pocas veces deja escapar palabras en italiano. Le acaban de regalar su primer teléfono móvil y nunca tuvo reloj. Para saber qué hora era, miraba hacia el sol. Llega a su taller con una calma que se ha vuelto su filosofía de vida. Aparca su scooter azul, empolvado, y se dirige hacia una pequeña casita de lámina en medio de un bosque en las colinas de Nervesa della Battaglia, en la provincia de Treviso, al noreste del país. Este pueblo de 6.530 habitantes, situado a las orillas del río Piave, fue destruido durante la Primera Guerra Mundial. El parque Ai Pioppi mide unos 30.000 metros cuadrados: lo nombró así porque es como se llaman en italiano los álamos que lo rodean.
El hombre adquirió el terreno hace 54 años de un campesino de la zona y desde entonces se ha vuelto su segunda casa. Aquí surgió primero una osteria, una fonda típica véneta, y luego lo convirtió en un parque que alberga unas 50 atracciones para niños y adultos, como columpios, montañas rusas y hasta centrifugadoras de distintos tamaños: el más alto es un tobogán de 60 metros. Cada juego mecánico nació en este taller y él lo construyó con sus propias manos y materiales reciclados. Todos cuentan con un funcionamiento manual, no hay electricidad: para divertirse solo hace falta tener fuerza en los brazos y en las piernas. “Si empujas, gira; si no, para”, resume Ferrin con sencillez.
Al abrir la puerta de su pequeño taller se destapa un mundo. En ese local cabe una ferretería entera: hay taladros, destornilladores, pinturas, brochas, papel de lija, una pequeña sierra… “Todo empieza aquí”, explica su dueño al lado de una mesa de trabajo. “Ese juego lo comencé hace seis meses”, describe mientras señala con sus manos arrugadas unos hierros apilados en una esquina. No tiene claro todavía cuándo lo acabará. “Hago las cosas dependiendo de cómo me despierte ese día. Es bonito vivir así”, afirma. Lo que sí sabe es que será una centrifugadora un poco más pequeña que la que colocó a la entrada del parque de atracciones. “Me inspiré viendo la televisión, un documental sobre la NASA. Vi que los astronautas se entrenaban con una y me pregunté ‘¿por qué ellos sí y yo no?’. Enseguida cogí unos hierros, los corté y empecé a construirla”, recuerda.
Sin embargo, no todo lo puede hacer en su taller. Para crear las atracciones más grandes lo ayuda un amigo que es ingeniero. Se sienta con él, delante del ordenador, le explica su idea mientras el experto hace cálculos y diseña el proyecto. Con ese papel en la mano, acude al taller del pueblo, donde tienen el espacio y las máquinas necesarias para doblar y cortar el hierro, y entre cuatro o cinco personas fabrican las atracciones.
Todos los días, Ferrin recorre 30 minutos desde Treviso hasta el parque de atracciones, donde trabaja toda su familia: sus hijas, su esposa Marisa y su nieto. Si no está construyendo o modificando algún juego, se pasea por el bosque para supervisar que todo esté en orden. Bajo un sol caliente, tapado por las frondas de los árboles, rememora la historia de este mágico sitio.
Aquel verano de 1969
Todo empezó en el verano de 1969. Ferrin en ese entonces tenía 32 años. Todos los días salía de su casa a las cuatro de la mañana para vender levadura y harina a los panaderos. Trabajaba hasta mediodía, pero necesitaba más dinero para subsistir. Por eso surgió la idea de la osteria. “Provemo! [¡Intentémoslo!]”, le dijo en véneto a su pareja. Buscó un terreno y preguntó al campesino si se lo podía alquilar. Pagaban 100.000 liras al año (unos 50 euros).
Todavía recuerda cuando firmó el contrato. “[El arrendador] arrancó la página de un cuaderno de su hija y escribió: Nervesa della Battaglia, 10 de junio 1969. Yo, el abajo firmante Basso Giulio, cedo en alquiler el terreno a Ferrin Bruno a lo largo de la carretera panorámica. El primer corte del forraje es mío porque tengo que dar de comer a las vacas. Número de álamos vivos, 520”.
Ferrin y Marisa abrieron la osteria a los cinco días. Pusieron dos mesas de madera, una damajuana de vino blanco y otra de tinto y colgaron embutidos y salchichas de los árboles. Primero paró una pareja, luego llegaron otras hasta que se acabaron las provisiones.
Tres años después, compró el terreno. Tenía miedo a endeudarse, pero la satisfacción era mayor. “Cuando firmé me vine aquí y me senté en medio del bosque. Dije ‘esto es mío’. Fue la primera vez que pude decir algo así, nunca he tenido nada”, confiesa. Una vez abierta la osteria, pensó que podían quedar bien unos columpios para los niños. Plantó dos palos, pero le faltaban los ganchos para las cadenas. Se fue a un taller de la zona y preguntó al herrero si podía encargárselos: “Me dijo que no tenía tiempo para esas tonterías. Que si quería los ganchos podía usar su máquina de soldar, pero que me buscara la vida”.
Ferrin nunca había usado una. Para ser exactos, nunca había visto una. “Le pregunté por dónde tenía que cogerla, pero luego lo hice solo”, cuenta. Era julio, llevaba unos pantalones cortos y el torso desnudo. Tampoco se puso gafas. “Tardé horas. Cuando llegué a casa por la noche estaba rojo como un camarón, con los ojos tan hinchados que tuve que ponerme unas patatas encima. Pero lo conseguí, pude hacerlos”, cuenta agitando el puño en el aire.
Desde entonces se enamoró de esa labor. “Descubrí que con un trozo de hierro podía hacer muchas cosas”, cuenta ilusionado. Por eso tomó clases de soldadura en otro taller y se hizo amigo del dueño. Actualmente, siguen trabajando juntos para construir las atracciones.
Un parque de atracciones con chatarra reciclada
Mientras pasea entre los árboles del parque, su voz se mezcla con los gritos y las risas de los niños. El hombre acerca la mano a un riel de hierro, que recrea la forma de las olas del mar. “Cuando salen, aquí sientes las vibraciones”, dice. Unos segundos después, el riel empieza a vibrar y se escucha un ruido metálico. De una curva, una pareja llega a toda velocidad a bordo de un carrito. Se acerca hasta casi el límite de la subida final y luego vuelve atrás, y así varias veces hasta que el juego para. En este trayecto, a bordo de un bólido que coge fuerza según el peso del pasajero, casi falta el aire y sale espontáneo cerrar los ojos. “En esta puedes bajar a 100 kilómetros por hora”, dice Ferrin, quien señala una especie de montaña rusa cerrada por mantenimiento, la única atracción que usa motor.
“Descubrí que con un trozo de hierro podía hacer muchas cosas”
Bruno Ferrin, dueño del parque
El inventor no esperaba que el parque de atracciones tuviera tanto éxito. Hay domingos que llegan a tener hasta 2.000 clientes. Casi todos pasan primero por la osteria —donde se pueden comer platos de carne o vegetarianos—, y luego entran al recinto, totalmente gratuito. Para él, el secreto de su popularidad está en la naturaleza: “Todo es bosque, estamos inmersos en el verde”. Cuando construye las atracciones, piensa en dónde las puede colocar y cómo las puede construir para evitar cortar cualquiera de sus árboles. “Necesitan mucho tiempo para crecer. Mira ese”, dice apuntando a un ejemplar con un tronco grande. “Tiene 180 años”.
De repente, Ferrin se inmoviliza. Voltea, observa con sus ojos azules cada una de las atracciones que lo rodean, concentrado, serio. Con paso rápido, se acerca a la montaña rusa con rieles en forma de olas. Conversa con los visitantes que están a punto de lanzarse en el carrito a toda velocidad. Observa su trayecto. Los saluda y vuelve atrás. “Yo tengo todos los ruidos [de este parque] aquí”, dice, y apunta su dedo índice hacia la cabeza. “Ahora he escuchado un ruido raro, como un ‘choc’. Fui a ver que todo estuviera bien”.
Durante los meses de apertura, de abril a finales de octubre, Ferrin se ocupa del mantenimiento básico que los juegos necesitan. En invierno, en cambio, trabajan en reparaciones más profundas. Siempre, antes de abrir la temporada, un ingeniero se encarga de la homologación del parque para controlar que todo esté en orden y sea seguro.
Mientras pasea por el parque, todo el mundo se voltea y lo reconoce. Ferrin lleva unos vaqueros claros con unos tirantes y el torso desnudo cubierto por una bata azul oscuro a juego con su gorra. Los niños lo paran cada cierto tiempo para hacerle cumplidos.
–Hola, ¿tú has construido estos juegos?, le pregunta un chico de unos seis años.
–¡Claro! ¿Cuál te gusta más?, le contesta Ferrin.
–Ese que hace ‘vuu vuu’.
–¿Y no tenías miedo?
El niño sacude la cabeza y vuelve corriendo a los juegos.
“Eso es lo que te da tono”, dice Ferrin, aunque confiesa que el mejor cumplido le llegó de manera indirecta de un profesor. Hace unos años, una clase de un instituto técnico de secundaria fue a visitar el parque. Unos días después, uno de los docentes volvió a quedar con él para preguntarle qué conocimientos tenía para construir ciertas atracciones. “Yo estudié hasta el quinto año”, le dijo. El docente le pidió ser más preciso. “¿El quinto año de ingeniería técnica o mecánica?”, le sugirió. “El quinto de primaria”. Se quedó boquiabierto.
Todas las atracciones nacieron de la inspiración de Ferrin. Muchas se las inventó, algunas surgieron de ideas de juegos que vio durante su vida y otras, de los recuerdos de su infancia. Una en particular, con dos cuerdas y molinos. Para que estos giren, hay que tirar de las sogas, gruesas, pesadas. “Cuando era pequeño, en el pueblo había un campanario hecho de cuatro palos, un tejado de madera, una campana muy grande y una pequeña. Para tocar la más grande, el encargado nos llamaba a los niños porque era demasiado pesada. Para nosotros era lo mejor porque nos quedábamos colgados de la cuerda y volábamos con ella”, rememora sonriendo. Del medio centenar de juegos que se encuentran en el parque de atracciones, solo uno no lo ha hecho él. Es un cañón militar inactivo que le compró a un herrero porque le trae recuerdos de sus años como militar en la Marina.
Como ese cañón, la mayoría de los materiales que ha usado son reciclados, como antiguos neumáticos y hierro viejo; muchos los compró de las reservas de empresas en quiebra. Ferrin se para delante de dos tapetes elásticos negros como el carbón, donde los niños suelen brincar hasta cansarse. Se agacha para tocarlos. “Estos son anillos de goma elástica, que se usan como juntas entre las tuberías. Cuando el camión me los trajo, eran una montaña. Los compré hace 30 años y cada semana los tengo que sustituir. Tengo reservas todavía para otros tres años. ¡Imagina cuántos había!”, detalla.
Tras recorrer todo el parque, el inventor se dirige a la cocina. La hora de la comida ya pasó hace tiempo, pero a él no le importa. Vive al día. Mientras, piensa en cómo modificar una de las atracciones. Quiere hacer una góndola veneciana que se mueva de arriba a abajo.
–¿Alguna vez ha pensado en dejarlo todo?
–Yo seguiré hasta que tenga aliento y ganas.
Al llegar a la cocina, se sirve una copa de vino rosado como aperitivo y escoge lo que quiere comer. Entre lo que más le gusta están los caracoles preparados con setas. Se sirve unos cuantos en el plato, con un trozo de polenta blanca, un plato típico del norte de Italia, y se sienta en una mesa cerca de la salida, donde disfruta del aire que acompaña el atardecer. Cuando termina de comer, se sirve con un cucharón un poco de café de la casa, una receta familiar y secreta que cocinan en una olla. El olor a regaliz y almendras penetra en la nariz de quienes están sentados en el mismo lugar. Mientras observa el salón, que poco a poco se vacía para llenar el parque, se despide con una reflexión inesperada: “Me jodería morir, no tanto por la muerte en sí, sino porque tendría que dejar todo lo que aprendí”.