Un grupo de aficionados a derrapar sobre el asfalto se enfrenta a los cambios traídos por la profesionalización y el crecimiento de la industria
Winston-Salem (EE UU) | 18 de enero de 2022
Mateo Morillo aprendió a derrapar coches en un simulador. En su equipo todos dicen que tiene una personalidad pragmática: arriesga cuando ya se ha labrado posibilidades de éxito. Solo hasta que estuvo seguro de sus conocimientos se montó en un auto e hizo rechinar las ruedas a unos 100 kilómetros por hora. Desde entonces no ha frenado.
El ingeniero eléctrico, de 25 años, forma parte de The Rose Factory, un grupo que se mueve en los círculos amateurs del drifting en Charlotte (Carolina del Norte, Estados Unidos). Este deporte, nacido en Japón durante los setenta, tiene el propósito de conseguir que los vehículos patinen sin rozar los límites de una pista o carretera. Se escoge al vencedor de acuerdo al ángulo, el estilo y la precisión al seguir la línea del asfalto. Pero para los seguidores de esta práctica ganar es lo de menos. El objetivo consiste simplemente en conducir e incluso, arriesgar un poco el pellejo. “Más que una competencia, es una forma de vida”, explica Morillo.
Una mirada a The Rose Factory resulta suficiente para entender la vida diaria de los drifters. Sus cuatro integrantes —Morillo, Symeon Canaday, Melvin Howie y Mikey Ellison— se reúnen para mejorar sus vehículos, intercambiar piezas o consejos y conducir en eventos en Carolina del Norte y sus alrededores. Le deben su nombre al taller de Howie. El mecánico y fabricante de metales, de 26 años, es el epicentro de su amistad y lleva la voz de mando en las cuestiones más técnicas. Es el cerebro de este microcosmos de velocidad y adrenalina. Describe que el drifting es como “navegar con oversteer [un giro tan pronunciado que las ruedas traseras pierden adherencia y se adelantan al resto del coche] sobre un curso curvo”. Sus compañeros, en cambio, lo definen de una forma más romántica: “Controlar el caos”.
El drifting nació de las carreras callejeras de montaña, en Japón. Muchos conductores se inspiraron en el estilo de Keiichi Tsuchiya. El piloto profesional perfeccionaba su técnica en encuentros clandestinos en los que hacía patinar su auto para evitar ser rebasado. La técnica se convirtió en un deporte en sí mismo y saltó a Estados Unidos en los noventa gracias al turismo. Antes de que se popularizara —en buena medida, por películas como Fast and the Furious: Tokyo Drift, videojuegos o, más recientemente, las redes sociales—, sus pioneros formaban parte de una comunidad cerrada y compartían sus conocimientos en blogs. Era otro mundo. Se trataba de los primeros años de la década de los 2000. “Son los mismos foros en los que ahora destruimos a los jóvenes por hacer preguntas de mecánica que nosotros ya resolvimos hace años”, bromea Daniel, instructor de manejo y fabricante de coches.
Un deporte de los aficionados
La generación de Daniel, según explica, fue la encargada de formar lo que hoy es la liga profesional en Estados Unidos y de “arruinar” el deporte para las nuevas generaciones. De aquel espíritu original, tan clandestino y fascinante, poco queda. La Fórmula Drift nació en 2003 y le dio una vuelta a lo japonés. Los conductores pasaron de derrapar en sinuosas pistas de montaña para hacerlo en circuitos cerrados y planos. Las primeras competencias con una sola ronda se realizaron en Georgia. Hoy se ha expandido a ocho etapas en siete estados y ha exportado su modelo de vuelta al país asiático, donde las competencias en carreteras son clandestinas. Este cambio echa para atrás a muchos aficionados que admiran la naturaleza y la dificultad de los recorridos en los montes.
La profesionalización y el crecimiento del drifting provoca una respuesta dividida entre sus aficionados. Hay quienes no disfrutan de las ligas, como Ellison, que aprecia el valor de la práctica amateur, más rudimentaria, por encima del espectáculo. Existe la noción de que ascienden quienes pueden invertir más dinero en coches y no solamente los mejores conductores. Una percepción que recuerda a los críticos de campeonatos de automovilismo como la Fórmula 1, invadida por gigantes como Mercedes, Ferrari y Red Bull. “Esta es una de las discusiones que tengo constantemente con Symeon”, cuenta.
Canaday es el único miembro del equipo que está pujando para competir. Ha trabajado un año en su Toyota SC300 (1992). Con el apoyo de sus compañeros, le ha reemplazado todo el motor hasta convertirlo en una máquina ensordecedora con una fuerza capaz de hundir a sus tripulantes en los asientos. La carrocería apenas se sostiene con unas chinches púrpuras. Es posible que se desarme en cualquier momento. Esta es una característica común en los vehículos dedicados a esta práctica: si algo sale mal en la pista, es mejor que las piezas se desprendan en lugar de romperse. Morillo opta por los lazos de cremallera, repartidos por las uniones exteriores de sus autos como suturas improvisadas.
Esto no es nada raro para quienes se dedican al drifting. Las máquinas están en constante reconstrucción. Un reto que los obliga a convertirse en mecánicos y comerciantes de partes. “Creo que lo más loco que hacemos por el drifting es dedicarle cada hora libre y centavo que tenemos a nuestros coches”, explica Ellison. Morillo concuerda y detalla que el tener más dinero para correr fue la razón principal que lo llevó a aceptar un trabajo en el vecino estado de Georgia. Tiene tres vehículos: un Toyota JZ de 1994, un Nissan 350Z (2003) y otro modelo 240sx (1995) desmantelado. El ingeniero eléctrico viaja 390 kilómetros cada fin de semana para encerrarse en su garaje de Winston-Salem (Carolina del Norte) para reconstruir a su “bebé”.
Taylor Mitchell, un inspector de seguros que compite en los eventos locales del área de Wiston-Salem y Charlotte, argumenta que el objetivo es conducir, no preparar mejor el coche. En el verano de 2018, con 24 años, viajó a Japón con el único propósito de correr en una pista de montaña, como en los primeros días del deporte. Cruzó el mundo sin nada encima más que el dinero para comprar un auto que compartió con cuatro amigos. Derraparon y asistieron a un evento en el circuito plano más famoso de Japón. Al regresar, lo revendieron con un juego nuevo de llantas y se llevaron solamente el recuerdo de “un sueño cumplido”, que les costó varias noches durmiendo dentro de los carros e incluso en camiones de carga.
El drifting es un deporte en constante crecimiento y transformación. La fórmula pasó de tener un puñado de pilotos a 75 profesionales cada año. Es más difícil cuantificar el crecimiento en el número de aficionados, dado que no existe un registro. Pero The Rose Factory usa un factor alternativo: el encarecimiento de los coches y partes por el aumento en la demanda, según detallan. La imagen de los cuatro dista mucho de la idea que se tiene de quienes practican deportes clandestinos de motor. Lo único que comparten con los personajes de películas, o con quien ascendió desde las carreras callejeras para convertirse en el inspirador y rey del deporte, es su amor por el volante. Es un círculo virtuoso. Muy adictivo y excitante a la vez. Comprar, reparar, intercambiar y correr. Morillo concluye: “Conducimos para hacernos mejores y seguir conduciendo”.