Misak Antranik enseña a sus 87 años la pasión por un oficio a pesar de la crisis, el terrorismo y las guerras en Siria, que han provocado un éxodo de decenas de sus vecinos en Qamishli
Qamishli (Siria) | 28 de mayo de 2023
El barrio es humilde, apenas sin asfaltar. Caminos de tierra y casas de adobe se acoplan alrededor del río Jaghjagh, cerca de la ciudad de Qamishli, al noreste de Siria. Unas mujeres caminan hacia sus casas con bolsas repletas de samoon, un pan hecho con levadura típico de la región, mientras decenas de niños descalzos juegan entre la poca vegetación que ofrece el afluente. Este lugar, que resume conflicto y exilio, esconde a un octogenario con un talento especial: la alfarería. Misak Antranik es un sirio de origen armenio de 87 años que lleva 75 con las manos en el barro. El hombre asegura que este oficio se practica en su familia desde hace decenas y decenas de generaciones.
La guerra en Siria y los enfrentamientos desde hace años entre las tropas kurdas y gubernamentales para controlar el barrio han provocado el exilio de muchos vecinos y familiares del hombre, quien se resiste a dejar su taller, pues lo considera un trozo de su vida. “Resistimos a pesar de que todas las mujeres y niños de la casa huyeron a través del río. Lo hicimos para proteger nuestra tierra y nuestras propiedades. Si hubiéramos huido, lo hubiéramos perdido todo”, relata en su idioma local, con la ayuda de un traductor.
Antranik y los perros que custodian su jardín dan una cálida bienvenida a los forasteros. El alfarero luce débil, lleva varios días enfermo, y nada más presentarse se queja de los problemas de electricidad que sufre la región y que no le permiten realizar su trabajo. El hombre conduce con ritmo lento a los invitados a su oscuro taller de adobe, repleto de polvo, telarañas y con un póster del futbolista Ronaldinho durante su época blaugrana.
La habitación traslada a otra época. Ahí, en una repisa desordenada, con varios jarrones artesanales de barro y custodiada por un viejo sillón, se encuentra el rincón de donde salen unas piezas únicas de estilo árabe que vende a los locales. Su hijo, Anton, de 45 años, será quien lo suceda en el desempeño de la alfarería después de años de aprendizaje. Con sutileza, se dispone a hacer una demostración de la fabricación de vasijas. El octogenario, mientras tanto, explica todos los pasos del proceso a la vez que bebe un té.
La guerra y los enfrentamientos desde hace años entre las tropas kurdas y gubernamentales han provocado un exilio en el barrio
“Antiguamente lo hacíamos sin electricidad, solo con agua y barro, mientras movíamos una tarima con los pies. Mis generaciones pasadas se dedicaron a esto porque no conocieron otro oficio. Era todo muy rudimentario. Ahora, aunque tampoco tenemos cosas modernas como en otros países, es más sencillo. Colocamos el material sobre esa plataforma circular y, mientras va girando, le damos forma cuidadosamente con las manos”, afirma Antranik.
Su hijo, con delicadeza mientras da forma al objeto, posa un hilo sobre la futura vasija para crear dibujos de la pieza que acaba de fabricar. En pocos minutos, saca varias creaciones perfectas bajo la mirada atenta de su padre, que se muestra orgulloso ante los visitantes.
Atranik, según cuenta, tenía 12 años cuando tuvo que hacerse cargo de su padre, que padecía una enfermedad. A su vez, se vio obligado a aprender el oficio casi por inercia para salir adelante; con el tiempo consiguió convertirse en un auténtico experto. “Me enorgullece que mi hijo esté tan centrado en la técnica. Si sigue así será un gran alfarero y sucesor. En la familia siempre hemos tenido gran vocación y estamos acostumbrados a tener las manos repletas de barro. Es una gran sensación”, asegura el hombre con una sonrisa.
Con el paso de los años, la situación de la guerra ha mejorado levemente en el país, aunque los problemas derivados del conflicto siguen azotando a los sirios día a día. La crisis económica, la falta de empleo o la dificultad para conseguir determinados bienes son los principales ejemplos que expone Atranik. “Nuestra situación sigue siendo mala. Disfrutamos haciendo nuestro trabajo, pero la realidad es que casi no nos da para comer”, lamenta.
Las guerras en Siria se han estancado desde hace más de una década, han matado a más de 300.000 personas y desplazado a millones de sus ciudadanos. El país está dividido en cuatro: las zonas controladas por el Gobierno del presidente Bashar Al Asad, las que están bajo dominio kurdo, donde reside la familia del alfarero, las ocupadas o bajo observación turca y una pequeña región en manos de grupos afiliados a la organización terrorista Al Qaeda.
La zona de Qamishli —donde habita la familia de origen armenio—, aunque vive en aparente tranquilidad, sigue padeciendo las hostilidades de Turquía, junto a los mercenarios que apoya, y del autodenominado Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). Aunque el grupo terrorista fue derrotado en 2019 por las tropas kurdas con ayuda estadounidense, sigue perpetrando ataques esporádicos en la zona a través de sus células durmientes.
“Nuestra situación sigue siendo mala. Disfrutamos haciendo nuestro trabajo, pero la realidad es que casi no nos da para comer”
Misak Antranik
El alfarero recuerda los peores años de la guerra, cuando escuchaba los combates entre las tropas gubernamentales y las fuerzas kurdas en su propio barrio: “La tensión y el miedo en el vecindario eran muy grandes. Cuando mis hermanas huyeron con los niños a través del río para ponerse a salvo junto a amigos de origen armenio que vivían en una zona alejada, nosotros decidimos quedarnos. Una de mis hermanas sufrió graves heridas en la columna vertebral mientras intentaba salir”. La familia se ha dedicado desde siempre a la alfarería, pero también a escapar de los conflictos que han surgido a lo largo de las décadas. “Ya desde que mis generaciones vivían en Armenia han tenido que huir de los turcos de la época. Estamos acostumbrados a los desplazamientos y a las tensiones”, explica.
Mientras el alfarero enseña en su parcela una sucesión de 15 grandes hornos artesanales de pan, sigue contando historias de guerra, posguerra y desplazamiento con una calma inusual sin soltar su taza de té, siempre con una cucharada de azúcar. Desde sus antepasados armenios al genocidio perpetrado por el entonces Imperio Otomano en la década de los veinte. O una anécdota de cuando encontró con varios vecinos una gran cantidad de oro cerca de una cueva en la ciudad costera de Tartus, al oeste de Siria, y que entregó a las autoridades a mediados del siglo pasado, según afirma.
Las paredes del peculiar taller de los Atranik destilan entusiasmo, historia y sabiduría. Las nuevas generaciones de esta familia, casi con total seguridad, seguirán desempeñando un oficio que merece ser preservado en este humilde rincón de Siria a pesar los muchos obstáculos.