En seis meses de clases presenciales, solo el 2% de los grupos cerró por contagios de covid-19 en los colegios
Santiago de Compostela (España) | 5 de abril de 2021
Unas flechitas de colores marcan la senda hacia las aulas desde el pasillo principal del colegio público Raíña Fabiola, en Santiago de Compostela (Galicia, noroeste de España). Algunas señales ya están descoloridas de tanto que las han pisado los niños. Cada color se corresponde con un curso y toman diferentes caminos para nunca cruzarse. Suena el timbre y varios grupos se acomodan para entrar en el edificio. “Sepárense, dejen pasar. ¡Ey, tú! Espera aquí fuera que no es tu turno”, grita a distancia Anxo Fernández, el director de la escuela. Fernández ve cómo varios jóvenes, todos con sus mascarillas, regresan tras el fin de uno de los recreos; él mismo diseñó un sistema de horarios junto con los profesores para evitar que se agrupen los alumnos.
Mientras unos chicos entran, otros siguen disfrutando de su tiempo libre para jugar. El patio está dividido por secciones marcadas con cintas como las que pone la Policía para acordonar. Es mediodía en Santiago de Compostela, pero la intensidad del sol no es tan fuerte como para aminorar el frío que impregna el ambiente. Fernández mira de reojo para asegurarse de que todo esté en orden. El Raíña Fabiola no es el escenario de una película futurista o de una utopía. Es la realidad del sistema de educación obligatoria en el país. El Gobierno ha cumplido su misión: desde septiembre de 2020, el 98% de los estudiantes ha acudido todos los días a las aulas.
Las autoridades españolas tuvieron claro que la presencialidad tenía que aplicarse costara lo que costara. La educación a distancia no convencía a muchos. Cuando la pandemia estalló la pasada primavera, y Europa era el epicentro mundial, las clases quedaron suspendidas indefinidamente. “Creíamos que esto solo era una cosa de un par de semanas”, admiten varios profesores de distintos grados. Pero no fue así, y el Gobierno optó por reanudar los cursos a través de videollamadas.
El grueso de las reglas quedó en manos de los colegios e institutos, que tuvieron que adaptarse rápidamente
En España no existía una alternativa para un sistema de educación a distancia y eso hizo que en muchos casos se tuviese que improvisar sobre la marcha. En una silla pequeña en la biblioteca de ese colegio, Mónica Garaboa, coordinadora de Educación Infantil y profesora de una clase con alumnos de tres años, recuerda las enormes limitaciones de esos meses: “Hice un grupo de WhatsApp con los padres para consensuar las actividades. Ellos fueron docentes y papás a la vez. El esfuerzo fue enorme”.
El horizonte era septiembre. En junio de 2020 concluyó el estado de alarma que el presidente español, Pedro Sánchez, había decretado en marzo a causa de la covid-19. La curva de contagios estaba en niveles bajísimos (8,08 por cada 100 mil habitantes). Un nuevo curso iba a iniciarse, pero ya con alumnos sentados en las aulas. En verano, el Gobierno aprobó una serie de directrices muy generales: uso obligatorio de la mascarilla, grupos burbuja en infantil y primaria, el mantenimiento de la distancia de seguridad de 1,5 metros y la ventilación constante de los salones. Las consejerías (secretarías) de Educación de las 17 regiones del país implementaron el resto de detalles.
Sin embargo, el grueso de las reglas quedó en manos de los colegios e institutos, que tuvieron que adaptarse rápidamente. En el caso del Raíña Fabiola, por ejemplo, se tuvieron que sacar las estanterías de las aulas para poder hacer espacio, ya que por norma solo puede haber un máximo de 25 estudiantes por salón. Al principio todos eran escépticos. Raquel Núñez, profesora de un grupo de quinto de primaria, señala cómo fue su primera semana frente a sus alumnos: “Todos pensábamos que nos iban a confinar de nuevo. Recuerdo haber comentado con una compañera que a lo mejor solo íbamos a estar un mes así”.
“Todos pensábamos que nos iban a confinar de nuevo”
Lo que preocupaba aún más era secundaria y bachillerato, con estudiantes más grandes —según investigaciones, más propensos a contraer el virus— donde no había un límite en el número de alumnos por salón. Solo había que mantener la distancia. Eso hizo que las escuelas contratasen, a contrarreloj, a más docentes porque había que crear nuevas aulas. En el instituto público Arcebispo Xelmírez I, también en Santiago de Compostela, tres adolescentes se detienen en un pasillo al lado de la entrada. No hay profes cerca, así que siguen su conversación. Al fondo, César Lema teclea el nombre de una joven que ha faltado a clase para visualizar su expediente en la computadora de su oficina. Ha sido el jefe de estudios desde 2011. “Los alumnos se han portado fantásticamente, aquí todos son adultos responsables. Hay que darles un monumento”, dice con mucho orgullo.
En el Xelmírez hay cerca de mil alumnos y un centenar de profesores. ¿Y cuántos contagios ha habido desde el regreso a clases? Lema contesta con el pecho inflado: “Menos de diez, y todos fuera del instituto. Esto es un éxito total”. Pero no todo es miel sobre hojuelas. En Galicia el regreso se retrasó una semana después de lo previsto, hasta el 23 de septiembre. Los directores de distintos colegios en esa comunidad autónoma se quejaron por la falta de tiempo para organizarse con sus nuevos docentes. Estas contrataciones se hicieron para afrontar la creación de nuevas aulas. Además, la norma regional cambió en el último momento: “El trabajo del verano [la preparación] no nos sirvió para nada”, recuerda César, interrumpiendo momentáneamente su júbilo inicial.
El Ministerio de Educación, en su afán por la presencialidad, se olvidó de los alumnos más desfavorecidos
El Ministerio de Educación presume de que menos del 2% de las 390.000 aulas en España tuvo que cerrar durante los seis meses del año lectivo. En una nota de prensa remitida a Brújula Global, fuentes del Gobierno explican que en el último trimestre el porcentaje bajó hasta el 0,01%. Lo fundamental, según reflexionan Fernández y Lema, fue la responsabilidad de los alumnos, los padres y los colegios. Y ambos coinciden en algo más: “La ventilación es clave si quieres mantener la presencialidad”.
Retos pendientes: educación especial y tutoriales
No todo es positivo. Ismael Sanz, profesor de Economía Aplicada de la Universidad Rey Juan Carlos, de Madrid, cree que el Ministerio de Educación, en su afán por apostar con tanta vehemencia por la presencialidad, se olvidó de los alumnos más desfavorecidos (por ejemplo, los de zonas rurales sin acceso o con el internet limitado). Según Sanz, que hasta 2019 fungió como director general de Innovación, Becas y Ayudas en la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid, el Gobierno debió evaluar hasta qué punto, en los meses de teleclases, algunos estudiantes se quedaron atrás con sus lecciones. Por otra parte, afirma que se debió apostar por tutorías con grupos pequeños para compensar esos conocimientos que no se adquirieron.
De acuerdo con un estudio realizado en enero por Sanz y otros académicos como Miguel Cuerdo y Luis Miguel Doncel, la educación a distancia no evitó que los estudiantes hayan perdido hasta la mitad de lo que se aprende en un año escolar. Las tutorías en pequeños grupos ya se están aplicando en algunas comunidades, como en la de Madrid, pero sin un estudio previo para saber cómo van después de seis meses de tomar las clases en línea. Sanz lamenta que se haya hecho de esa forma: “En España no se evalúa. [Al hacer estas tutorías sin una prueba] comparas a alumnos con nota baja con quienes la tienen muy baja”. Otro pendiente, y que va de la mano con lo que argumenta Sanz, es la atención para personas con una discapacidad.
En su despacho en el Raíña Fabiola, Alba Vázquez, orientadora profesional que trabaja con niños con necesidades especiales, se queja de que todas las decisiones de la Administración —tanto en el confinamiento como en el regreso a la presencialidad— se tomaron dejando al final a estos alumnos. “No había subtítulos en las videollamadas para las clases telemáticas. Eso lo hacía imposible para quienes tienen sordera”, describe. El problema persiste en los salones: “Nos decían que utilizáramos cubrebocas transparentes, pero estos no estaban homologados”. Además, a veces los orientadores se veían impedidos de entrar en las aulas porque se sobrepasaba el límite de aforo.
Mientras Vázquez habla se puede ver, a través de una ventana a su lado, a unos niños pequeños que juegan en el patio. Se divierten como lo hacían hasta hace más de un año, antes de que tuviesen que encerrarse en casa con sus padres. No saben que para otros chicos como ellos, a miles de kilómetros, el simple hecho de estar en un recreo dentro de una escuela parece algo extraordinario, casi inalcanzable.