El Gobierno ha entregado permisos temporales a miles de migrantes para que permanezcan un mes en el país, pero no ha facilitado su camino hacia la frontera
En ruta con la caravana que atraviesa México | 30 de junio de 2022
En cada asiento reposa un sueño por llegar hacia Estados Unidos que cada vez está más cerca. Se nota en la mirada ilusionada, aunque cansada, de los migrantes, que llevan miles de kilómetros recorridos tras atravesar hasta nueve países. Con sus escasas pertenencias, medio centenar de venezolanos se sube a un autobús con destino a la Ciudad de México. La capital será la primera parada antes de tomar otro transporte que se dirija al norte. Después de permanecer varias semanas varados en Chiapas, al sur del territorio, por fin han obtenido un salvoconducto de 30 días, entregado por el Instituto Nacional de Migración (INM), que les permite viajar hacia la frontera sin miedo a ser detenidos o deportados.
En la estación de autobuses de Huixtla se aglomeran familias enteras, documento migratorio en mano, para partir en un viaje de 20 horas hacia la Ciudad de México. Una vez allí, su objetivo es llegar a la Estación del Norte para tomar otro bus hacia Monterrey o Piedras Negras (Coahuila) y así acortar kilómetros con la frontera de Estados Unidos.
El primer susto llega en la aduana de Cerro Gordo, a escasos cinco kilómetros de donde arrancó el viaje. Les obligan a bajarse y pasar un control en el que se limitan a preguntarles si cuentan con el permiso migratorio, a lo que todos responden que sí. Mientras suben aliviados al autobús, pueden observar desde las ventanas cómo cientos de personas en su misma condición se aglomeran alrededor de la aduana a la espera de obtener también ese documento, que ha sido otorgado de forma masiva por el Gobierno mexicano a 7.000 migrantes, según cifras del Instituto Nacional de Migración.
Durante todo el trayecto hacia la capital, hay hasta siete controles en los que se suben agentes de migración, policías y miembros de la Procuraduría General de la República. En algunos casos, simplemente revisan con una linterna minuciosamente cada asiento. La luz ciega a las personas, que en todo momento temen que el papel que llevan plastificado como un tesoro les sea arrebatado y pongan fin a su ilusión de llegar a Estados Unidos.
Los agentes migratorios exigen el salvoconducto a cada uno de los viajeros en solo una ocasión. Minutos de incertidumbre. Los oficiales descienden del bus con los documentos y no se sabe si los van a devolver. Los pasajeros, que poco antes iban riendo y contando sus experiencias, se quedan en un silencio sepulcral con la mirada perdida esperando recuperarlos. Diez minutos más tarde, acaba el suplicio y se los devuelven a cada uno. El bus reinicia su marcha, que es interrumpida varias veces durante la noche y la madrugada.
Entre las pasajeras se encuentra Gleidys Tovar, una joven venezolana, embarazada de ocho meses, que viaja con su hijo de seis años, su madre y marido. Muestra orgullosa su permiso de 30 días con el que pretende cruzar a Estados Unidos huyendo de la “escasez” que sufre en su país, según relata. Antes de emprender esta travesía, ya había emigrado a Colombia, pero su pareja y madre se quedaron sin empleo; a su hijo le impidieron matricularse en la escuela por falta de cupo. Por ello, pese a su avanzada gestación, decidió emprender un peligroso trayecto que la llevó a cruzar el Tapón del Darién, entre Panamá y Colombia, donde les robaron sus pertenencias, teléfonos y el dinero ahorrado. “Cuando llegas a la selva no hay vuelta atrás, allí estuvimos metidos siete días completos”, recuerda.
Tras este viaje en el que han atravesado siete países, su madre, Glendys Ochoa, comienza a ver “la luz al final del túnel”, aunque el hecho de que no les quieran vender un boleto hacia Piedras Negras, o que el salvoconducto les sirve de poco para avanzar hacia la frontera, los coloca “en una situación de querer y no poder”. Pese a los obstáculos, su hija tiene claro que quiere dar a luz en Estados Unidos para ofrecerle, tanto a ella como a su hijo, un mejor bienestar y ayudar a la familia que se quedó en Venezuela. Si no fuera posible, el plan B es quedarse en México.
El salvoconducto ha sido otorgado de forma masiva por el Gobierno mexicano a unos 7.000 migrantes
Varios asientos atrás, Grisy Oropesa da el pecho a su bebé de ocho meses, quien a su corta vida ya ha atravesado desde Chile hasta México. Grisy emigró junto a su marido y sus tres hijos, de 6, 8 y 10 años y esperan llegar a Nueva York para vivir en el Bronx. Durante el periplo, en Perú, les robaron todas sus pertenencias, incluido los ahorros que juntaron durante meses para hacer realidad su sueño. El incidente los obligó a pedir limosna en distintos países y a dormir en la calle, tal como hicieron en los últimos días en México a la espera de que algún amigo les enviara algo de dinero para proseguir su viaje hacia la frontera.
El talismán de la caravana migrante
En la misma situación están miles de migrantes, de norte a sur, que intentan llegar a pie o en autobuses a la frontera de Coahuila con Estados Unidos. Forman parte de la última caravana migrante que partió el pasado 6 de junio en Tapachula, en el límite con Guatemala. Hartas de esperar una visa humanitaria que nunca llegaba, y tras agotarse sus recursos, alrededor de 15.000 personas decidieron caminar hacia su ‘sueño americano’.
Lo que no esperaban es que el Gobierno de México, en lugar de reprimirla y deportar a sus integrantes —como hizo con anteriores caravanas—, les otorgara el salvoconducto que les permite permanecer 30 días en el territorio de manera legal. La denominada Forma Migratoria Múltiple se ha convertido en un talismán para miles de personas que proceden de una veintena de países y que huyen de la miseria, la desigualdad y la violencia.
En un principio, la comitiva únicamente avanzó 100 kilómetros bajo el sol y fuertes precipitaciones hasta Mapastepec (Chiapas), donde pernoctó dos noches. Allí, esperaron a que Luis Villagrán, activista del Centro de Dignificación Humana —conocido como ‘El Abogado’—, que se erigió como el líder de la caravana, cumpliese su promesa de entrega del permiso temporal. El colectivo se organizó y entregó listas con sus nombres a los Grupos Beta de Protección a Migrantes del INM, que instaló un módulo en la cancha de baloncesto donde descansaban.
Tras lograr el ansiado permiso, el pasado 17 de junio, los migrantes colapsaron las estaciones de autobuses de Chiapas: compraron boletos hacia la Ciudad de México para continuar hasta Monterrey, en el estado de Nuevo León. En la terminal de esa ciudad permanecen cientos de familias varadas, dado que las compañías no les están vendiendo billetes para proseguir su camino hacia Saltillo, sostienen. De allí tratan de llegar a Piedras Negras o Ciudad Acuña, en Coahuila, desde donde pretenden cruzar el famoso río Bravo. “Lo único que queremos es llegar a nuestro destino”, asegura una migrante en el lugar.
A pesar de contar con el salvoconducto, la Policía está bajando de los buses a los migrantes que habían conseguido comprar un billete, denuncian. Si bien no los están deteniendo, solo los dejan proseguir a pie. Por ello, las personas, muchas acompañadas de niños y niñas —incluidos bebés—, optan por seguir caminando por una desértica carretera donde sufren elevadas temperaturas e incluso van acompañadas por vehículos policiales que los escoltan.
El gobernador de Coahuila, Miguel Ángel Riquelme, justificó esta decisión: “Se tiene que revisar el autobús y seguiré velando para que se les garantice sus derechos”. Asimismo, reconoció que no hay recursos para atender una caravana de ese tamaño y que tampoco puede garantizar que tengan “la capacidad de atención de ese flujo extraordinario de migrantes”.
“Lo único que queremos es llegar a nuestro destino”
Medios locales como Cuarto Poder o El Siglo de Torreón informaron que Riquelme había firmado el pasado mes de abril un memorándum con su homólogo en Texas, Greg Abbot, en el que se comprometía a instalar retenes en diferentes partes del Estado para detectar la llegada de migrantes y devolverlos a un lugar designado en México. Además, el acuerdo establecía que se contaría con equipos especiales de personal y de motor para evitar el cruce de migrantes hacia Estados Unidos procedentes de Ciudad Acuña o Piedras Negras.
Una búsqueda desesperada
A miles de kilómetros al sur, alrededor de un millar de personas se encuentran en la aduana chiapaneca de Cerro Gordo a la espera de que el INM les otorgue el salvoconducto con el que ya cuentan más de 7.000 migrantes. Bajo un aplastante sol, personas de América y África se agolpan con listados de nombres que tratan de entregar a los funcionarios para que les otorguen la Forma Migratoria Múltiple, que les permitirá avanzar sin el miedo de ser detenidos y deportados. “Los niños, los niños”, gritan varias mujeres desesperadas para que atiendan a menores que llevan varios días durmiendo en la calle con aguaceros durante las noches. Muchos presentan decenas de picaduras de mosquitos, así como síntomas de gripe o coronavirus con fiebre y tos, pero las autoridades no dan abasto para atender al reguero de migrantes que intentan ser los primeros en lograr el deseado papel.
Una de ellas es Karla García, de Maracaibo (Venezuela), quien se ha refugiado de los más de 30 grados de calor en uno de los pasillos de la aduana junto a sus hijos, de dos y cuatro años, mientras su marido trata de hacerse un hueco y entregar sus nombres a Migración para seguir su camino hacia Estados Unidos. Lleva cuatro días durmiendo en el suelo frente al edificio de las autoridades. “Siempre me ponen a la espera”, se queja.
“Si no me lo entregan, me voy porque ya me entró la desesperación con los dos niños y sin dinero. Además, la comida que venden en la calle junto a la aduana es costosa porque se aprovechan de la situación”, lamenta. La mujer asegura que la experiencia de atravesar la selva del Darién fue “terrible”, aunque destaca que desde que salió de su país “siempre hemos vencido todos los obstáculos, si bien México nos tiene estancados”.
“El ‘sueño americano’ no es ningún sueño, sino una pesadilla de la cual queremos despertar y terminar con esta travesía tan dura”
Karla García, migrante venezolana
García, de 25 años y estudiante de contabilidad, resalta que lo único que quiere es salir de la aduana y que le entreguen el permiso de 30 días para poder circular tranquilamente por México. “No nos queremos quedar en este país, sino seguir y avanzar hacia EEUU”, afirma. No ha pensado en un plan B en caso de no llegar a su destino, que es la ciudad de Dallas (Texas), y reconoce estar “agotada” tras atravesar siete países, pero no se va a rendir: “El ‘sueño americano’ en realidad no es ningún sueño, sino una pesadilla de la cual quisiéramos despertar y terminar con esta travesía tan dura y cruel”. En cuanto cruce el Río Bravo y pise suelo estadounidense, por fin podrá decir que despertó de la pesadilla.
En una de las escasas sombras que hay alrededor de un edificio se aglutinan decenas de migrantes africanos de Senegal y Somalia. En un principio, son reacios a hablar con la prensa, pero dos somalíes acceden a contar su experiencia bajo condición de anonimato. Provienen de Mogadiscio y volaron en avión hasta Brasil, donde les dejaron continuar su viaje hacia Estados Unidos con la condición de que no se quedaran a vivir en el país sudamericano.
Uno de ellos lamenta que el INM nunca les atiende para darles un salvoconducto como el que ha beneficiado a algunos integrantes de la caravana, pese a que únicamente son 200 migrantes de África: la inmensa mayoría hombres, aunque también hay varias mujeres vestidas con el velo musulmán. “Hay mucha discriminación en México hacia nosotros por ser negros”, se queja, al tiempo que explica que es muy difícil hacerse entender con los funcionarios de Migración, dado que no hablan español y los agentes tampoco entienden el inglés.
“En nuestro país la vida es muy dura, con mucha violencia y falta de oportunidades, y no podemos vivir allí”, asevera un somalí, que lamenta encontrarse en tierra de nadie, ya que no puede continuar su camino hacia Estados Unidos ni tampoco regresar a su país. Si volvieran hacia Tapachula, que es donde estaban viviendo hasta ahora, correrían el riesgo de ser detenidos en alguno de los cuatro retenes de migración instalados por la Guardia Nacional. Al no contar con ningún documento, serían inmediatamente enviados a la estación migratoria Siglo XXI, donde muchos de ellos denuncian hacinamiento y condiciones deplorables similares a una cárcel.
Discriminación y robos
Nancy García también sigue esperando el anhelado documento tras siete días en la aduana. Esta migrante de Honduras lamenta que, debido a las aglomeraciones que ha habido para obtener el papel con el que espera atravesar sin problemas México, su hijo de tres años se fracturó un brazo tras ser empujado por la multitud.
García huye de Honduras con sus cuatro hijos de 1, 3, 6 y 14 años para “darles un mejor futuro”. En Tegucigalpa “no se puede vivir porque hay mucha delincuencia e incluso no hay ni trabajo”, opina. La mujer relata que el viaje no está siendo fácil, ya que los “dejaron sin dinero en Guatemala”, y considera que en México hay una “discriminación” hacia los migrantes de Centroamérica. “Nosotros no queremos quedarnos aquí, sino que deseamos avanzar hacia Estados Unidos”, asegura.
Mientras unas familias caminan por la carretera bajo un calor insoportable buscando llegar al río Bravo, otras se desesperan en Huixtla en la búsqueda del codiciado salvoconducto. Ante la sospecha de que las autoridades de migración cambien en cualquier momento de parecer, se dirigen en autobuses hacia el norte y actualmente el estado fronterizo de Coahuila resulta un muro de contención para alcanzar su ‘sueño americano’.
Algunos de las personas han denunciado hacinamiento y condiciones deplorables en la estación migratoria
Una vez en Estados Unidos, si llegan a su meta, deberán enfrentarse a un último obstáculo: el Título 42 que les impide solicitar asilo. Se trata de una norma que emitió el expresidente estadounidense Donald Trump, en marzo de 2020, y que permite negar la entrada a quienes sean considerados un peligro para la salud pública del territorio. El actual mandatario, Joe Biden, la mantuvo para evitar la propagación del coronavirus, aunque este año decidió eliminar la norma sin éxito. Un juez federal de Luisiana suspendió la intención del Gobierno de volver a la situación anterior, en la que los migrantes podían solicitar asilo.
El estado de Tamaulipas recibe diariamente migrantes mexicanos y centroamericanos expulsados de Estados Unidos bajo el Título 42. Los albergues se han colapsado y la gente se ve obligada a dormir bajo el puente fronterizo. Tras cerrarse las puertas de su sueño, no quieren regresar a sus países sin futuro. La migración “segura y ordenada” a la que apela Biden está muy lejos de ser una realidad mientras exista un muro que separe el primer y el tercer mundo.
La familia de Grisy y Luis descansa ya en un albergue de Ciudad de México a la espera de que les llegue el dinero para comprar los billetes. “Nos hubiera venido de maravilla que hubiese seguido la caravana. Nos dijeron que todos íbamos a caminar hacia la frontera e incluso que nos iban a poner autobuses, pero no fue así”, lamenta Luis. Pese a no contar con recursos, no tira la toalla y confía en llegar al Bronx antes de que expiren sus permisos. Recorridos más de 6.000 kilómetros, ya solo les restan 1.300 para alcanzar el ‘sueño americano’. Una nueva vida.