En el municipio colombiano, próximo a Panamá, se encuentran varados miles de venezolanos que se debaten entre volver a sus países o arriesgar la vida en el peligroso trayecto del Tapón del Darién
Necoclí (Colombia) | 24 de octubre de 2022
Cuarenta y cinco días caminando. Cinco años sin ver a su familia. Tres días sin comer. Como Abraham José Gonzáles, de 26 años, a quien le faltan un par de dientes y luce unas arrugas inusuales para su edad por aguantar los rayos del sol, hay miles de venezolanos varados en la playa de Necoclí, en el Urabá antioqueño de Colombia.
En la playa de este pequeño municipio (70.000 habitantes), alejado de los grandes centros urbanos, se encuentran más de 10.000 migrantes instalados en carpas. En su mayoría son venezolanos que buscan emprender la ruta por el Tapón del Darién, en la frontera con Panamá, con el objetivo de dirigirse hacia el llamado ‘sueño americano’ en Estados Unidos.
“Yo quisiera hablar con Joe Biden y pedirle que por favor nos reciba a mí y a todas las personas que estamos aquí”, comenta entre risas Frederick Duarte, un joven barbero de 18 años. Como dice una paisana a su lado: “el venezolano no pierde el humor”.
El colectivo trata de no perder la esperanza, pero su desilusión es evidente. Con la reciente declaración del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, sobre las nuevas restricciones de ingreso de migrantes venezolanos al país y el plan de deportación para quienes crucen las fronteras de manera irregular, las posibilidades de hacerlo con éxito se vuelven cada vez más escasas.
Muchos saben que no serán uno de los 24.000 venezolanos admitidos con este nuevo programa, pues las personas elegibles para solicitar un permiso humanitario de residencia tendrán, entre otros requisitos, que contar con el aval de alguien en Estados Unidos que tenga la capacidad de respaldarlos económicamente. Por eso, ahora, en Necoclí, se enfrentan a una difícil decisión: dar marcha atrás o seguir por un camino lleno de peligros.
Durante el trayecto, se encuentran vallas con instrucciones y precauciones sobre las rutas, pero muchos migrantes no son conscientes de los riesgos que les esperan. El Tapón del Darién es una húmeda selva tropical de densa vegetación y hogar de animales salvajes y venenosos. Sus ríos se pueden tornar violentos con las condiciones climáticas y muchas personas no logran cruzar la ruta entera, incluso pierden la vida. Secuestros, robos y encuentros con grupos ilegales armados, como el Clan del Golfo —o las autodenomindas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC)—, son solo algunos de los peligros del camino.
A pesar de los riesgos, los alrededores del muelle, el punto de encuentro antes de embarcar hacia la jungla del Darién, están cubiertos de tiendas para acampar. En los rincones se amontonan las mochilas de los migrantes con las pocas pertenencias personales que llevan a sus nuevas vidas. Un pequeño zapato blanco que perteneció alguna vez a una niña se encuentra abandonado junto a un grupo de jóvenes recostados. Los niños juegan en el mar, con las embarcaciones a sus espaldas, ajenos a la realidad del viaje que les espera.
Estabilidad económica. Trabajo honrado. Un mejor futuro. Esto es lo que suelen buscar la mayoría de los migrantes. Muchos viven en países que no tienen una capacidad económica como la de Estados Unidos. Por ello, optan por arriesgar sus vidas por un mejor mañana.
Algunas palmeras sujetan las hamacas que usan los migrantes para descansar del duro sol mientras esperan días, o incluso semanas, a que llegue su turno para cruzar el golfo de Urabá hacia Capurganá, el punto más cercano a los 5.000 kilómetros cuadrados del Tapón del Darién que separan Colombia y Panamá. Luego, los que logren atravesar la selva, seguirán su ruta por Centroamérica hasta llegar al temido trayecto entre México y Estados Unidos.
El olor a pescado y agua salada invade las costas. El reguetón y la champeta se escuchan en los parlantes (altavoces) de los bares que venden bebidas tropicales junto al muelle, mientras algunos jóvenes caminan en sus trajes de baño por la orilla del mar. Podría ser la imagen de familias paseando un fin de semana de descanso en la playa, pero no lo es. Las personas usan el mar para lavar el sudor de días de estrés e incertidumbre. Las madres amamantan a sus bebés en los pocos rincones vacíos que encuentran. Los padres hacen fila frente a camiones de policía para recibir unas pequeñas cajas de leche para sus hijos.
Yeribell San, madre de Esnéider y Estiven, de cinco y siete años, se plantea regresar a Barranquilla, ciudad colombiana en la que ha residido los últimos cuatro años. A pesar de que vendieron todas sus pertenencias para hacer este viaje en la búsqueda de una cura para su hijo menor, que tiene una discapacidad, esta familia no sabe si arriesgarse a seguir. El tratamiento para sus convulsiones, la operación para la displasia en su cadera lateral, la gastroterapia y el control de neuropediatría que buscaban obtener con este sueño, ahora, tal vez, tendrán que seguir esperando. Aun así, no pierde la esperanza.
Gonzáles, el pintor, no lo duda: “Nosotros tenemos todo allá en Venezuela, pero no hay nada. Así sea nadando, me voy. Pero me da miedo. No sé nadar”. En la misma línea, Yolber Eduardo, de 23 años, describe que seguirá su camino pase lo que pase: “Yo voy a cruzar el Tapón del Darién con el favor de Dios. Sea lo que sea, lo voy a cruzar”.
La vida después de cruzar la frontera: la felicidad está en otra parte
Como estos jóvenes, algunos migrantes hacen caso omiso al llamado de las autoridades estadounidenses y prosiguen sus trayectos en los catamaranes del muelle, aumentando la cifra de cruces. En 2021, alrededor de 133.000 personas hicieron la travesía por el Tapón del Darién: la mayor parte eran migrantes extracontinentales, como haitianos, cubanos, africanos o indios, según la agencia de Naciones Unidas para los refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
Este año, el Servicio Nacional de Migración de Panamá ha contabilizado 151.582 migrantes irregulares en tránsito por el Tapón del Darién, solo entre enero y septiembre. En la actualidad, la mayoría de ellos son venezolanos que provienen de otros países latinoamericanos.
El éxodo venezolano
Las autoridades migratorias colombianas reportaron cerca de 2,5 millones de venezolanos en el territorio, según las cifras más recientes, publicadas en febrero de este año. Al igual que esta, muchas otras naciones latinoamericanas han acogido a migrantes que huyen del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela.
En 2021, alrededor de 133.000 personas hicieron la travesía por el Tapón del Darién, de acuerdo con Acnur
Hasta el momento, Colombia, Perú, Ecuador o Chile, entre otros, habían recibido a la mayoría de los más de siete millones de venezolanos refugiados y migrantes en el mundo. Ahora, estas personas han comenzado a salir de sus segundos hogares; países que no eran los suyos, y en los que tampoco pudieron encontrar una mejor calidad de vida.
Los migrantes se quejan por la falta de apoyo y lanzan un SOS Venezuela. La sensación es que perdieron la esperanza de una vida allá y de ver la tierra en la que nacieron sin el régimen de Maduro. Ahora solo buscan ser acogidos. Le piden a las autoridades ‘gringas’ que les abran las fronteras y les ayuden. Así como ellos recibieron a muchos migrantes en su momento, antes de la crisis en su país, ahora ruegan por lo mismo. Buscan un pasaje seguro a Estados Unidos para poder ganarse la vida.
Tras las restricciones anunciadas, la playa de Necoclí se ha comenzado a vaciar: algunos han desistido del trayecto, por el momento. Eso sí, su sueño de un futuro mejor perdura y no han perdido la intención de cruzar esta frontera. Eventualmente se volverán a aventurar, pues el anuncio estadounidense no supone una solución a los problemas que los obligaron a huir de sus hogares y encontrarse en una crisis migratoria a través del continente.
Por otro lado, aquellos que optan por seguir su ruta, ignorando las advertencias, toman sus lugares en los botes anclados al muelle. Prefieren enfrentarse a los peligros que seguir viviendo en lugares donde su futuro sea incierto. Necoclí, el retorno o arriesgar la vida.