La complicada adaptación de tres adolescentes de la primera caravana migrante radicadas en Carolina del Sur, EE UU
North Charleston (EE UU) | 22 de octubre de 2022
Tres adolescentes consumen las horas tumbadas en la cama mirando videos de TikTok. Es su única manera de evadirse de la realidad. Fuera de su cuarto, solo les espera una casa donde reina el caos con cuatro niños pequeños que lo desordenan todo a su paso. En el exterior, la desolación es aún mayor: una calle intrascendente en medio de la nada con viviendas unifamiliares sin atisbo de vida. El silencio del vecindario solo es roto por algún vehículo que pasa velozmente para quedar aparcado junto al porche de una de estas casas impersonales que proliferan en North Charleston, Carolina del Sur (Estados Unidos).
Cuatro años antes, dos de ellas jugaban felices en la playa de Tijuana, frente al muro de hierro de color marrón que separa dos mundos. Las olas impactan contra el metal, y el agua, que no entiende de fronteras, se desparrama a un lado en Estados Unidos y, al otro, en México. Julieth y Nahomi, entonces de 11 y 9 años, llegaron hasta ahí en diciembre de 2018, tras recorrer a pie y en camiones (autobuses) más de 4.000 kilómetros desde Sabá, en el departamento hondureño de Colón. Se sumaron a la primera gran caravana migrante que partió el 13 de octubre de ese año desde San Pedro Sula con los sueños de 7.000 personas que huían de la violencia y miseria en dicho país. Un año antes, registró la quinta tasa de homicidios más alta de América, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, con 40,9 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
De la mano de su tía materna y una prima, ambas se unieron a unos 2.300 niños y niñas que, según Unicef, formaron parte del primer gran éxodo humano centroamericano en busca de una vida mejor en Estados Unidos. El objetivo de Julieth y Nahomi era reunificarse con su mamá, quien desde 2015 vive en North Charleston. En Tijuana se les unió su prima Aymar, también de nueve años y procedente de Coyuca de Catalán, en el estado de Guerrero (México). Al día siguiente de disfrutar de un baño en la playa de la ciudad fronteriza, las tres saltaron el muro. Un ‘coyote’ les cobró 200 dólares por cada una de ellas.
La primera caravana partió en 2018 desde Honduras con los sueños de 7.000 personas que huían de la violencia y miseria
Ahora, las tres quieren regresar a sus lugares de origen. Ninguna es feliz en el llamado país de las oportunidades. Sus familias decidieron sacarlas de Honduras y México para que tuvieran una vida mejor, aunque su experiencia en Estados Unidos se ha convertido en una pesadilla: depresiones, acoso escolar, soledad y aislamiento. Lo que empezó en su infancia como un viaje de aventuras se transformó en una experiencia traumática de la cual anhelan escapar. Sin embargo, en los planes de sus madres no se contempla volver a los lugares de los que huyeron, sino lidiar con lo que consideran una etapa difícil de las adolescentes.
Una realidad de la que buscan escapar
Las menores no logran adaptarse a su nueva vida. “Vivir en Carolina del Sur es horrendo”, aseguran al unísono Nahomi y Aymar, ambas de 14 años. Duermen en una destartalada litera a punto de derrumbarse junto a Julieth, de 16, y Rosibel, de 11, que migró junto a su padre desde Huehuetenango, en Guatemala. Las cuatro han creado su pequeño mundo en un desordenado cuarto con ropa tirada en cada esquina y platos con restos de comida.
— ¿Qué extrañan?
— Todo —responden sincronizadas Nahomi y Aymar.
— Si pudieran elegir entre Estados Unidos y su país, ¿dónde vivirían?
— En Honduras —sentencia tajante Nahomi.
— En México —asegura sin titubeos Aymar.
— En Guatemala —zanja Rosibel, que relata llorando que su padre le ocultó que migrarían.
Él había intentado varias veces llegar a territorio norteamericano, pero siempre lo habían deportado, por lo que decidió que la única manera de evitar que lo devolvieran era emprender el viaje con su hija, a quien mintió y le dijo que se dirigirían a Ciudad de Guatemala. “Me sentí engañada y por un tiempo no le hablé a mi papá y me encerraba”, rememora la niña.
Nahomi es la primera en confesar que la experiencia está yendo “mal, por muchas cosas”. Aymar la secunda y asegura que extraña su vida anterior: “Éramos felices y ahora ya no”.
Todos sus días comienzan igual. Son cerca de las siete de la mañana y desde un pequeño altavoz situado en la cocina emana a todo volumen una música evangélica que invita a no alejarse de Jesucristo. Karen, madre de Julieth y Nahomi, tararea la canción y golpea con fuerza la puerta del cuarto donde duermen sus dos hijas adolescentes para despertarlas.
“A veces siento que es demasiado, pero no hablo con mi mamá de que estoy agobiada porque ella también está cansada de trabajar”
Julieth
Fuera de la habitación, una pila de platos se acumula con restos de comida del día anterior, que suponen un auténtico botín para cucarachas que surgen de cualquier rincón. En pocos minutos, Julieth se hará cargo de todo el desorden lavando los trastes y barriendo toda el lugar en un esfuerzo inútil de mantenerlo limpio antes de que se despierten sus tres hermanos pequeños, incluida una bebé, quienes volverán a manchar todo a su paso.
Desde que Karen llegó en 2015 a Estados Unidos, junto a otro hijo de año y medio, solo pensaba en la manera de traer también a las dos hermanas. Cuando se enteró de la caravana migrante, las llamó y les dijo: “Si tienen valor para venir, las apoyaré”. Las niñas aceptaron el reto y emprendieron una larga travesía de más de dos meses en la que caminaron durante horas a altas temperaturas, durmieron en la calle, pasaron frío por la noche en el desierto y brincaron el muro que separa a México de su vecino del norte.
Tras permanecer seis días en un centro de detención de migrantes en San Diego (California) y otros 15 en una casa hogar para menores extranjeros en Texas, finalmente pudieron reencontrarse con su madre en la Nochebuena de 2018. En la pared de su cuarto cuelga una gran bandera de Honduras como único recuerdo presente de su lugar de origen.
Julieth trabaja pintando casas
Julieth, la mayor de todas, no solo cuida de sus hermanos pequeños y se encarga de cocinar y limpiar, sino que también apoya a su madre Karen pintando y remodelando casas durante los fines de semana. Por si fuera poco, acude algunos días a un curso de medicina en una academia que apoya a adolescentes que no han querido o podido continuar con sus formaciones académicas. No es casualidad que la joven de 16 años se sienta desmotivada para estudiar, dado que en el instituto llegó a sufrir bullying (acoso escolar), lo que le generó problemas de depresión y ansiedad por los que llegó a ser hospitalizada varios días.
En estos cuatro años, Julieth no ha aprendido inglés, ya que reconoce que no le gusta. Además, todos sus amigos son hondureños, guatemaltecos o mexicanos. No obstante, se queja de que su madre no la deje salir con ellos. La chica revela que durante un tiempo sufrió depresión: “No hallaba qué hacer, me aburría y extrañaba a mi familia de Honduras”. Esta situación ha cambiado poco porque su madre trabaja todo el día pintando casas; por ello, se ocupa del cuidado de sus hermanos, así como de limpiar y lavar cada día decenas de platos y cubiertos. Bajo el mismo techo viven 14 personas.
“A veces siento que es demasiado, aunque no hablo con mi mamá sobre eso ni le he planteado que estoy agobiada porque ella también está cansada de trabajar”, asevera Julieth. Desde que llegó a Estados Unidos, ha residido en cuatro casas diferentes con sus hermanos, madre y padrastro. La joven sueña con convertirse en doctora y cree que algún día llegará a ser feliz en el país norteamericano. Sin embargo, insiste en que volvería encantada a Honduras si su madre también lo decidiese: “Extraño a mis abuelos”.
Nahomi, discriminación en la escuela
“Nahomi, te toca hoy cuidar de los niños y no solo darles de comer”, le ordena Karen a su hija, quien acaba de despertarse y pone mala cara al saber que su hermana Julieth se irá a trabajar con ella. La adolescente, de 14 años, admite que tampoco le gusta el lugar donde vive, aunque reconoce que en este país puede tener un futuro: “En Honduras no lo sé”. Su sueño es convertirse en estilista “para hacer pelo, uñas y maquillaje”. Llegó de Honduras sin saber leer ni escribir y ahora es capaz de hablar en inglés: “Me defiendo ‘good”, se jacta entre risas.
México, un salvoconducto en la búsqueda del ‘sueño americano’
La joven señala que le hizo feliz reunirse con su familia en Estados Unidos, pero resalta: “No sé si hubiera venido a este país si me hubiesen dicho lo que iba a vivir aquí”. Al igual que su hermana, “por ser hispana”, Nahomi sufrió acoso de otras niñas en la escuela. Lamenta que en Carolina del Sur haya sentido discriminación, dado que sus propias compañeras de clase le pegaban y la agarraban del pelo burlándose de su origen hondureño. “Por eso tengo miedo de ir a la escuela y he sufrido ansiedad”, se lamenta. Y, con lágrimas en los ojos, confiesa: “Extraño de Honduras mi felicidad. Allí era feliz y acá no”.
Aymar, soledad y tristeza
Todo el cuerpo de Aymar está temblando. La adolescente mexicana, de 14 años, ha vuelto a entrar en crisis y, una vez más, ha escondido unas cuchillas en su bolsillo. Su tía Karen cree que tiene la intención de hacerse cortes en los brazos, igual que en otras ocasiones. Tras el descubrimiento, se las han quitado a tiempo. La joven confiesa que se siente muy sola en Carolina del Sur; su madre, con la que viajó en la caravana migrante, está todo el día fuera de casa trabajando. “No tiene tiempo para estar conmigo”, comenta.
— ¿Cuál es tu mayor sueño?
— Regresar a México y volver a ver a mi abuela, a quien echo mucho de menos porque ella está muy vieja y enferma, tengo miedo de que se muera y no la vuelva a ver”.
Aymar ha tratado de paliar su soledad recurriendo a la marihuana y los cigarros electrónicos. Dice que, debido a que sufre depresión y ansiedad, su tía le ha conseguido una psicóloga. De momento, las sesiones serán a través de un dispositivo móvil que la misma clínica le ha proporcionado. “No sé si me va a ayudar”, duda. Karen decidió buscar una terapia privada ante el temor de que la adolescente ya estuviese probando drogas más duras, como el cristal, habituales entre algunos jóvenes de Estados Unidos.
Aymar se mudó hace a una casa más grande, aunque más alejada del hogar de sus primas, lo que podría aislar a la adolescente
A diferencia de Julieth y Nahomi, que desconocen completamente su estatus migratorio, su prima Aymar sabía que en septiembre tendría con su madre la última cita en un tribunal, tras su solicitud de asilo. Hasta ahora, vivía con ella en una casa de uno de los callejones residenciales de North Charleston, muy cerca de las vías del tren. Ambas compartían un diminuto cuarto en una vivienda donde residían otras dos mujeres de México. Cansada de vivir en tan escueto espacio que vibraba al paso de los vagones, la madre de Aymar decidió mudarse hace unas semanas a una casa mucho más grande, aunque bastante alejada del hogar de sus primas, lo que aislará mucho más a la adolescente.
Vida en una ‘traila’ con el corazón en Honduras
Julieth y Nahomi llegaron a Estados Unidos de la mano de la hermana de Aymar, Darylene, quien viajó en la caravana migrante a cargo de ellas, dos pequeñas gemelas y un hijo de año y medio. La mujer se encuentra viviendo en una ‘traila’: una vivienda prefabricada que se puede mover de un sitio a otro usando un vehículo y donde es habitual que residan migrantes centroamericanos debido a que sus precios son más asequibles. Durante su estancia en este país, su familia ha crecido: tuvo un cuarto hijo y ahora espera un quinto.
También es originaria de Sabá, donde espera construir una casa en la que pueda vivir con sus hijos en caso de que algún día regresen a orígenes. Reconoce que se siente responsable del futuro de sus sobrinas Julieth y Nahomi, teniendo en cuenta que llegaron de su mano. “Me gustaría que estudiaran, que sean alguien en la vida y que logren sus sueños”, remarca. Espera que no hagan “cosas malas, como meterse drogas”.
Lo que sí tiene claro es que las tres adolescentes desean regresar a sus respectivos países. Darylene afirma comprenderlas; dice que, al igual que ellas, su cuerpo se encuentra en Estados Unidos, pero el corazón y la mente siguen en Honduras. “Allá está mi futuro”, sentencia.
Mientras las tres adolescentes luchan por adaptarse a su realidad, Estados Unidos y México continúan deportando menores de edad hacia Honduras. Las devoluciones desde ambos países aumentaron un 47,2% entre enero y septiembre de 2022, en comparación con el mismo periodo del año anterior, hasta alcanzar las 77.723, según el Instituto Nacional de Migración de Honduras.
El peligro del viaje y la amenaza de deportación no impiden que el 20% de los niños hondureños confiese su intención de emigrar a Estados Unidos en un futuro, frente al 43% que decidiría quedarse, de acuerdo con un estudio de Save The Children. Todo ello en un contexto en el que la pobreza infantil afecta a tres de cada cinco menores en el país, según Unicef.
Nahomi, Aymar y Julieth son conscientes de que muchas chicas de su edad desean emigrar a Estados Unidos, al igual que hicieron ellas, en busca de la prosperidad negada en sus territorios. Las tres coinciden en desearles lo mejor: “Que sean fuertes, le echen ganas y, si se proponen venir, que no se rindan. Ojalá puedan pasar y les vaya bien”. Mientras tanto, ellas sueñan con volver al país que las vio nacer y que abandonaron en su niñez.
*Reportaje escrito en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y ‘El Faro’. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.