La revolucionaria ley de descriminalización del consumo de estupefacientes en Portugal, que ha cumplido 20 años recientemente, ha supuesto un antes y un después en la forma de tratar a las personas drogodependientes
Lisboa | 24 de mayo de 2022
Pocos segundos después de que la furgoneta de la asociación Crescer aparque encima de la acera de la ancha avenida de Ceuta, en el barrio de Alcántara, en Lisboa, media decena de personas ya están rodeando el vehículo. Solange Ascenção y Mariana Gomes, dos trabajadoras de la organización, abren las puertas traseras y comienzan a atender, uno a uno, a los hombres y mujeres que se acercan en busca de material higienizado que les permita consumir su dosis con seguridad. A escasos metros, una veintena de personas aprovecha la protección de un puente peatonal para fumar cocaína, lejos de las miradas curiosas de los transeúntes.
En uno de los extremos de la pasarela, João (nombre ficticio) prepara una base de papel para tomar su dosis, junto a otras tres personas. Tiene la piel oscura, cuerpo atlético y una mirada penetrante. “Estuve viviendo 12 años en España antes de venir aquí y te puedo asegurar que el trato que las personas tienen con los drogodependientes es mucho peor allí”, considera. En el país luso, opina, la gente es más comprensiva y consciente de su condición y cada uno los ayuda como puede. “Incluso la policía nos trata bien. Hay excepciones, claro, pero normalmente cuando nos ven consumiendo en la calle solo nos dicen que nos vayamos al terminar”, explica el hombre, de poco más de 40 años.
Portugal ha sido uno de los países pioneros en el mundo en políticas para prevenir y reducir el consumo de drogas ilegales. A finales de 2021 se cumplieron 20 años de la entrada en vigor de la ley que descriminalizó el consumo en el territorio, una norma que eliminó las penas de cárcel y que cambió la forma de tratar a las personas drogodependientes. Desde entonces dejaron de ser delincuentes para ser víctimas de una adicción y recibieron el apoyo de las instituciones y la financiación pública. Asociaciones como Crescer acompañan, aconsejan y protegen a los consumidores para que puedan, en caso de que quieran, salir de la espiral en la que se encuentran y reinsertarse en la sociedad.
El trabajo de Crescer se basa en cuatro pilares: los tratamientos, la educación de los más jóvenes, la rehabilitación y la reducción de riesgos. Es a partir de este último que nacieron los equipos de calle, que recorren a diario las zonas más frecuentadas por los consumidores para darles consejos y prestarles ayuda en todo lo que necesiten.
Ascenção describe que los principios de la organización se rigen por no juzgar a la gente, la justicia social y por una visión pragmática del uso de sustancias, tanto lícitas como ilícitas. “Los individuos con los que trabajamos definen el ritmo y los objetivos, nosotros no imponemos nada. A veces la reducción de riesgos también es parar, eso nos permite crear una relación de confianza con las personas de una forma muy horizontal”, explica.
“Los individuos con los que trabajamos definen el ritmo y los objetivos, nosotros no imponemos nada”
Solange Ascenção, trabajadora de Crescer
En esta zona de la ciudad se encontraba la barriada de Casal Ventoso, conocida como uno de los centros neurálgicos de la venta y consumo en Lisboa. El barrio fue desmantelado en 2002, en un intento del Gobierno por acabar con los altos índices de drogadicción y los conflictos asociados al narcotráfico. Sus habitantes fueron realojados en viviendas públicas repartidas por varios puntos de la ciudad, pero muchas de las personas que frecuentaban esta zona hace décadas, en busca de una dosis de cocaína o heroína, lo siguen haciendo ahora. Deambulan entre los escombros de un pasado que no han conseguido borrar.
La única sala de consumo en Portugal
A escasos metros de la furgoneta de Crescer, al otro lado de la avenida, se encuentra la única sala de consumo de toda la ciudad y de todo Portugal. Fue inaugurada hace apenas un año, a pesar de que la ley de descriminalización del consumo de drogas ya contemplaba la posibilidad de abrir estos espacios cuando fue aprobada hace 20 años.
Roberta Reis es psicóloga y la coordinadora de este proyecto, que tiene como principal objetivo garantizar que las personas que acuden puedan tomar su dosis de forma segura, bajo la supervisión de profesionales de la salud. El equipo está formado por 20 personas, entre ellas enfermeras, psicólogas y asistentes sociales. El espacio cuenta con dos salas de consumo —una por vía intravenosa y otra por vía fumada—, además de otros servicios como salas de baño con aseo, lavandería y acceso a Internet.
“Esta mañana hay menos gente porque la sala de consumo fumado está cerrada”, explica Reis en el recibidor del centro. A pocos metros, un hombre descansa en una mesa con la televisión de fondo, mientras otras dos personas navegan en los dos ordenadores que la asociación tiene disponibles. La tranquilidad de hoy no es nada habitual, y los números lo demuestran: en el momento de la inauguración de la sala, la previsión era atender a unas 300 personas al año. Unos 12 meses después, tiene inscritas a más de 1.300.
“Estos datos nos demuestran que este proyecto tiene sentido y que había la necesidad de abrir un espacio como este, principalmente en esta zona de la ciudad, donde ya en los años noventa había un problema muy fuerte”, asegura. La psicóloga destaca que, gracias al trabajo de reducción de riesgos, cada vez menos personas optan por la vía intravenosa (un 21%) y se inclinan por la vía fumada (un 68% de los consumidores), según datos del centro.
La previsión de la sala de consumo era tener 300 usuarios anuales. Doce meses después, tiene inscritos a más de 1.300
En la sala de consumo intravenoso tan solo hay dos personas. Una de ellas es Fernando (nombre ficticio), un hombre de 61 años, menudo, de rasgos fuertes y mirada transparente. Se lleva las manos a la cabeza cada vez que recuerda cómo era el consumo de heroína hace 30 años en Portugal. “En ese momento no vendían jeringuillas en las farmacias, yo tenía que desplazarme varios kilómetros para encontrar una. Cada vez que pienso en el método que utilizábamos me pongo a temblar. La misma jeringuilla servía para todo, para 20 o 30 personas, hasta que se rompían. Enfermedades como la hepatitis o el VIH estaban a la orden del día, era una ruleta rusa”, explica mientras prepara una dosis.
—Yo me pregunto, ¿por qué nunca tuve VIH? Usábamos todos la misma jeringuilla, incluso hacíamos un ritual que llamábamos el bautismo.
—¿El bautismo?
—Dejábamos un poco de sangre en la jeringuilla y la persona que se inyectaba justo después lo hacía con los restos del otro. Fíjate hasta dónde llegamos, no teníamos noción de lo que hacíamos.
En la cabeza de Fernando sigue grabada la fecha en la que probó la marihuana por primera vez: el 24 de agosto de 1976. “Era un niño. Fuimos a tocar música con unos amigos a un parque, yo era el más joven. Estuve dos años diciendo que no quería, pero ese día me decidí y me gustó. A los tres días empecé a comprar”. Después empezó a consumir anfetamina y, más tarde, llegó la heroína. “En un momento dejó de haber hachís en Portugal y la heroína era muy fácil de encontrar. Yo no sabía fumarla, así que me la inyecté. La curiosidad mató al gato”.
Mucho ha cambiado desde entonces, reconoce, empezando por cómo las instituciones tratan a las personas drogodependientes. “Llegué a conocer a personas que estuvieron presas más de un mes. Un amigo mío de Odivelas [en los suburbios de Lisboa] estuvo dos meses en la cárcel por fumar hachís”, recuerda. Fernando sabe que no le pueden llevar preso por consumir heroína en la calle, pero prefiere hacerlo en la sala de consumo. Al otro lado del cristal, tres trabajadores del centro observan cómo termina de preparar la jeringuilla. Esta vez es nueva.
Minimizar el estigma
Una de las novedades de la ley de descriminalización del consumo fue la creación de las Comisiones para la Disuasión de la Toxicodependencia (CDT), los órganos encargados de procesar por la vía administrativa a las personas que usan o poseen pequeñas cantidades de droga: hasta un máximo que varía en función de la sustancia.
“No se trata de una óptica de castigo, sino de intentar comprender cada caso y actuar en consecuencia”
Ana Lourenço, profesora de la Católica Porto Business School
La jurista Ana Lourenço, profesora de la Católica Porto Business School, destaca que supuso un paso importante para minimizar el estigma contra las personas drogodependientes. “Las CDT son interdisciplinares: cuentan con asistentes sociales, juristas y profesionales de la salud, principalmente psicólogos. No se trata de una óptica de castigo, sino de intentar comprender cada caso y actuar en consecuencia”, explica. En algunos casos, optan por aplicar sanciones económicas, mientras que en otros rechazan imponer cualquier penalización a las personas afectadas.
Lourenço asegura que, más allá de abordar el problema desde un punto de vista humanista, este cambio en la forma de tratar a los drogodependientes ha tenido un impacto positivo en los costes del sistema penitenciario y judicial. “Incluso en términos de salud, en cuanto a la propagación de enfermedades como la hepatitis o el VIH, que se han reducido enormemente gracias a la aprobación de esta ley, que además de la descriminalización del consumo incluye iniciativas como el suministro de jeringuillas o los tratamientos con metadona”, afirma la jurista. El número de casos de VIH relacionados con la toxicodependencia ha pasado de los 227 en 2010 a tan solo 16 en 2019, según datos del Servicio de Intervención en los Comportamientos Adictivos y en las Dependencias.
Numerosos expertos coinciden en que el caso portugués ha tenido un impacto positivo en todos los ámbitos de la sociedad y atribuyen parte del éxito a la confianza que los gobernantes depositaron hace dos décadas en los técnicos y especialistas. El investigador Ricardo Gonçalves, estudioso de la política de drogas en Portugal y profesor de la Católica Porto Business School, también comparte esa teoría.
“En los años noventa había un problema muy serio de heroína en Portugal y de crimen asociado a ella. Hubo familias que fueron literalmente a la ruina porque los hijos tenían deudas debido al consumo de droga”. Y añade: “Fue en ese momento cuando el Parlamento decidió crear una comisión específica, de personas ligadas sobre todo a la ciencia, con planteamientos muy adelantados a esa época. Se implementaron prácticamente en su totalidad. Fue una mezcla de circunstancias infelices y de circunstancias felices, porque se encontró la solución”.
Barrios nuevos, mismo problema
La furgoneta de Crescer se desplaza al barrio de Lumiar, una zona de la ciudad históricamente asociada a los problemas de drogodependencia que ha ido cambiando su aspecto en los últimos años. Lo que antes eran descampados, ahora son grandes bloques de edificios nuevos, listos para acomodar a las familias jóvenes de clase media. “Aquí se inició un proyecto para abrir una sala de consumo, pero el fuerte rechazo vecinal consiguió frenarlo”, explica Ascenção. Pero el problema con la droga sigue ahí. El equipo de intervención aparca el vehículo al lado de un supermercado e inicia el recorrido a pie. En los alrededores todavía hay restos de jeringuillas, sobres de gasas y manchas de sangre en el suelo.
A escasos metros de allí, Francisco (nombre ficticio), de 42 años, nariz aguileña y barba frondosa, ayuda a los vehículos a aparcar. Es su forma de ganarse la vida tras sufrir dos recaídas que le llevaron a consumir cocaína de nuevo. Ahora intentará rehabilitarse por tercera vez, gracias al seguimiento que la asociación ha hecho de su caso. “Para poder entrar en los centros de desintoxicación, Francisco debe hacer varias pruebas en el hospital. Llevábamos algún tiempo insistiendo para que viniera con nosotras a hacer un examen de rayos X, pero no ha sido hasta hoy que ha dicho que sí”, asegura Gomes con satisfacción. Es el último paso antes de que tramiten su solicitud. En caso de que la acepten, pasará al menos un año sin probar las drogas.
O puede que esta vez sea para siempre.