El Gobierno luso ha puesto en marcha protocolos de emergencia y ha aumentado los fondos para acabar con esta práctica, realizada por algunas comunidades migrantes procedentes de África
Lisboa | 17 de octubre de 2022
En los alrededores de la estación de tren de Monte Abraão, en la periferia de Lisboa, se pueden apreciar a simple vista los vínculos entre Portugal y sus antiguas colonias en África. A pocos metros de la salida del andén, un estrecho puente peatonal cruza la ruidosa avenida que separa la terminal del mercadillo semanal, donde cientos de personas se juntan cada sábado para comprar ropa y comer platos de la cocina tradicional guineana, caboverdiana y mozambiqueña, algunas de las comunidades africanas que viven aquí. Los peatones luchan por avanzar entre los puestos improvisados, mientras los vendedores, la mayoría de ellos afrodescendientes, gritan sus ofertas para captar clientes.
En una esquina de la plaza, un grupo de activistas vestidos con camisetas con la frase “Stop mutilación genital femenina” reparte decenas de papeles informativos sobre esta práctica, todavía habitual en algunos países como la antigua colonia de Guinea Bissau, a pesar de estar punida por ley en ese país. Su objetivo es acercarse a las personas de la comunidad guineana que han acudido al mercado para hablarles sobre los riesgos de la mutilación genital y de las consecuencias negativas para las niñas que la sufren.
El presidente de la Asociación de los Hijos y Amigos de Farim (AFAFC), Eduardo Jaló, un chico joven de amplia sonrisa, no tarda en entablar conversación con un hombre guineano, de unos 40 años, que se dirige al mercado. “Cuenta que su mujer le dijo que quería ir a Guinea para someter a su hija a la práctica, pero él se negó y la amenazó con denunciarla si lo hacía. Al menos una niña se salvó”, celebra Jaló tras varios minutos de charla en lengua criolla. La entidad fue creada en 2008 para facilitar la integración de los migrantes llegados de este país africano, pero con el tiempo fue incorporando nuevas tareas, como la prevención de la mutilación genital femenina, gracias al apoyo del Gobierno portugués.
El peso de la tradición
Los activistas se adentran en el mercado y conversan con toda la gente posible para compartir impresiones sobre la práctica. Una de las voluntarias es Mariama Djaló, una mujer de unos 50 años, con la voz pausada y la mirada lúcida, que colabora con la asociación desde que llegó a Portugal, hace más de una década. “Empecé a hacer activismo porque yo misma pasé por esto. Fue algo que me marcó y que arrastro todavía hoy. Dar mi testimonio en primera persona es una buena aportación para ayudar a acabar con ello”, asegura.
De niña, su hermana mayor la llevó, junto a sus hijas, a pasar por este ritual, aunque Djaló solo fue consciente del impacto cuando ya era adulta y fue capaz de distinguir las cosas.
— ¿Le guarda rencor a su hermana por ello?
— Por más que esté enfadada por lo que ocurrió no puedo atribuirle la responsabilidad. En ese momento mi hermana no tenía conocimiento, ni sabía cuáles eran las consecuencias. Fue empujada por la presión social, por la tradición que los más mayores quieren mantener. Ella lo veía como una forma de facilitar mi integración en la comunidad.
“El shock psicológico fue enorme. Siempre tendré la duda de saber cómo sería mi cuerpo si no hubiera pasado por esto”
Mariama Djaló, activista
Para Djaló, la responsabilidad no es individual, sino colectiva. Eso es lo que permite que se lleven a cabo prácticas que atentan contra los derechos humanos en nombre de preservar tradiciones. La activista dice que algunos la han acusado de radical y de ir en contra de su propia comunidad. “En una familia musulmana como la mía, la tradición tenía mucho peso. Se decía que para ser pura tenía que pasar por eso, pero luego aprendí que la mutilación no tiene nada que ver con cuestiones religiosas”, explica. Ahora tiene que lidiar con el daño psicológico de sentirse diferente al resto de mujeres: “El shock psicológico fue enorme. Siempre tendré la duda de saber cómo sería mi cuerpo si no hubiera pasado por esto”.
200 millones de víctimas
Al menos 31 países en el mundo siguen practicando la mutilación genital femenina, según Unicef, y cerca de 200 millones de mujeres la han sufrido, la mayoría de ellas antes de cumplir los 15 años. En algunas de estas naciones se considera una parte indispensable en la transición a la madurez, mientras que en otros casos es una forma de controlar la sexualidad de la mujer con la justificación de mantener el honor de las familias, como en el caso de Djaló. Además de los daños psicológicos que genera, la ablación puede conllevar problemas físicos como infecciones, infertilidad o hemorragias prolongadas.
Desde Unicef calculan que cerca de 4 millones de niñas están en riesgo de ser mutiladas cada año, aunque reconocen que la concienciación sobre los daños que produce es cada vez mayor. Según datos de la organización, 7 de cada 10 mujeres de los países donde se realiza creen que debería ser erradicada, más del doble que hace 20 años. Algo que deja lugar a la esperanza, según Lina Ramos, otra de las activistas de origen guineano que han acudido al mercado de Monte Abraão, aunque insiste en que se trata de un proceso lento.
“Son las abuelas las que deciden, y en muchos casos cuando ellas dicen algo el resto agacha la cabeza. En ocasiones, las hijas que lo sufrieron no quieren que las nietas pasen por lo mismo, allí es donde se producen los choques familiares. Estos conflictos son una muestra de que la situación está mejorando poco a poco”, explica Ramos tras entregar una camiseta de la AFAFC a una clienta del mercado.
Esfuerzos institucionales
Tanto los países de origen de las personas migradas como los de destino están haciendo esfuerzos para erradicar la mutilación genital femenina. El 6 de junio de 2011, el Parlamento de Guinea Bissau aprobó una ley que contempla penas de prisión de entre dos y seis años para aquellos que la lleven a cabo. Según datos de la ONU, más de 200 comunidades del país renunciaron públicamente a realizar esta práctica, tan solo en 2017. La principal tarea ahora es asegurar que no se produzca en la clandestinidad, algo que ya han denunciado algunas organizaciones, como la Liga Guineense de los Derechos Humanos.
En Portugal, la lucha también se ha intensificado en los últimos años. Prueba de ello fue la condena, en enero de 2021, a tres años de cárcel para una madre que permitió la ablación de su hija, de apenas un año y medio, durante un viaje a Guinea Bissau. Esta fue la primera vez que una mujer fue sentenciada por este delito, tras la prohibición oficial lusa de la práctica, en 2015. La madre, que también había sufrido la ablación, no ingresó finalmente en prisión por decisión de los jueces: concluyeron que sería un “nuevo castigo” para su hija.
Un estudio publicado por la Universidad Nova de Lisboa, en 2015, estimó que en Portugal había más de 6.500 mujeres mayores de 15 años víctimas de mutilación genital. Solo en 2021 se registraron 141 casos detectados en hospitales y centros de salud, según datos oficiales citados por medios locales. Para tratar de reducir estos números, el Gobierno luso ha iniciado campañas de formación y protocolos de actuación para los profesionales de la salud, así como un refuerzo de las ayudas económicas para asociaciones como la AFAFC, que tratan de concienciar mediante la organización de talleres, charlas y campañas de sensibilización.
En Monte Abraão, los activistas se agrupan tras recorrer todos los rincones del mercadillo y hacen una valoración del trabajo realizado. Con un gesto de circunstancias, Ramos reconoce que en muchas ocasiones no es fácil acercarse a la gente. “A veces encontramos personas que no quieren hablar, bien por vergüenza o porque dicen que sus comunidades no practican la ablación”, asegura la voluntaria, quien antes de despedirse lanza una última consigna: “Cualquier cambio de mentalidad es difícil, pero seguimos en la lucha”.