En Trieste, ciudad fronteriza al este de Italia, una pareja de jubilados cura las heridas y da comida y ropa a las personas que llegan desde la ruta de los Balcanes
Trieste (Italia) | 24 de octubre de 2022
Todos los días, Gian Andrea Franchi y su esposa, Lorena Fornasir, arriban a la plaza de la Libertad de Trieste arrastrando un carrito verde brillante. Lo dejan cerca de una de las bancas de madera en el centro del lugar, ubicado justo en frente de la estación de trenes de esta ciudad del este de Italia fronteriza con Eslovenia. Es una tarde nublada, y el exprofesor de filosofía jubilado, de 86 años, y la psicoterapeuta, de 69, se encuentran con los primeros migrantes que comienzan tímidamente a acercarse. Vienen por ayuda; saben que en este sitio, en medio del bullicio de algunos jóvenes scouts que juegan con la pelota, pueden curar sus pies magullados tras arduos días de camino atravesando los bosques de la peligrosa ruta de los Balcanes.
“Hoy han llegado tres familias kurdas iraquíes”, exclama Fornasir, mientras se acerca a una de ellas. Sentados en una esquina de la plaza, se encuentra una mujer con sus cuatro hijos. Están a la espera de saber qué tienen que hacer y dónde pueden pasar la noche. La italiana abre un paquete de caramelos de menta y se los ofrece sonriéndoles. Otros voluntarios sacan un tupper de plástico con algunos bocadillos. Un trabajador de la agencia de Naciones Unidas para los refugiados (Acnur) también les asiste en el lugar.
Actualmente, esta pareja de jubilados dedica su vida al voluntariado en ayuda a los migrantes. Ambos sentían que no podían ser indiferentes ante las noticias que llegaban a las puertas de su casa. En junio de 2018, decidieron viajar por primera vez a Bosnia para palpar la realidad que sufrían las personas que transitaban por esta ruta de los Balcanes. Desde entonces, se plantearon volver cada 40 días para ayudar en los campos de refugiados, pero sobre todo para apoyar a los que se quedaban en casas y fábricas abandonadas. Recaudaban fondos y llegaban con comida, ropa y zapatos. La última vez que regresaron fue en marzo de este año.
“En verano de 2019 nos detuvimos a pensar también en los que vienen aquí, en los que se quedan y en los que transitan por Trieste. No podíamos ignorarlos”. Franchi cuenta que empezaron a ir a la “Piazza del Mondo” (la plaza del mundo, en italiano), como ellos llaman a este rincón triestino, porque allí “pasan todas las nacionalidades, o casi”.
“Nos detuvimos a pensar en los que vienen, en los que se quedan y en los que transitan por Trieste. No podíamos ignorarlos”
Gian Andrea Franchi, voluntario
Al principio, los migrantes que habían sufrido abusos en el camino se mostraban desconfiados de su ayuda, así que la mujer tuvo una idea. Compró un carrito verde de tela, lo llenó de material sanitario, gasas y medicamentos para primeros auxilios. Un día se acercó a una persona que necesitaba cuidados, y la convenció de sentarse en un banco para curarle los pies. Este gesto, que Franchi define como “materno”, animó a que otros se aproximaran. Ahora, arriban uno tras otro, para sanar las lesiones en los pies, en las piernas, en las manos.
“No son solo migrantes, son refugiados. No vienen aquí solo para buscar trabajo, huyen de la violencia en sus países, caminan durante meses, años, con el riesgo de morir en cualquier momento. Llegan en malas condiciones físicas, con hambre, sin saber dónde están”, explica Franchi, sentado en un lado de la plaza, con la mirada fija en esos viandantes que acaban de llegar.
Para el exprofesor de filosofía, que siempre carga con un periódico bajo el brazo, las historias que hay detrás de este tránsito cuentan una realidad más acuciante: “Estamos entrando en un mundo invivible de guerras, carestías y desastres ambientales. Es un mensaje de que si seguimos así, las migraciones serán masivas”.
Esta actividad altruista no les ha salido barata, en un país donde a menudo se criminaliza la solidaridad hacia los migrantes. En 2021, tuvieron que enfrentarse a una investigación judicial tras ser acusados de favorecer la inmigración clandestina. Todo empezó dos años antes, cuando abrieron las puertas de su casa a una familia kurdo-iraní que acababa de atravesar los Balcanes. Nunca supieron cómo accedieron a su contacto, pero la acogieron dos noches.
“En febrero de 2021, las autoridades llegaron a las 5 de la mañana, allanaron mi casa, se llevaron mi computadora, unos documentos, un disco duro y el teléfono móvil”, recuerda Franchi. Lo llevaron a la comisaría, donde lo fotografiaron y le tomaron las huellas. La policía italiana buscaba indicios de su posible participación en una red de tráfico de migrantes. El caso, abierto en Trieste, pasó al tribunal de Bolonia, donde fue finalmente archivado en noviembre del mismo año, ya que no se encontraron pruebas que probaran su implicación en la actividad criminal.
La pareja nunca dejó su labor de solidaridad durante ese periodo difícil. Al contrario, con Linea d’Ombra, la organización que crearon en 2019, siguieron recaudando fondos —tanto privados como de otras asociaciones— para destinar los recursos necesarios a la atención de los migrantes que ayudan en Trieste y los Balcanes.
La ruta de los Balcanes, una travesía inhumana
“¡Hola, Umar!”, grita Franchi agitando su mano para saludar a un chico flaco, con camiseta verde y pantalón deportivo gris, que le devuelve el gesto con una sonrisa.
Se sienta en la banca donde Fornasir, con su carrito médico que parece una farmacia ambulante, atiende las heridas de algunos migrantes. La historia de Umar Muhammad Arif, de 24 años, originario de Pakistán, es el símbolo de los peligros y el sufrimiento que enfrentan aquellos que se atreven a transitar por la ruta de los Balcanes.
Mientras estuvo detenido, Umar fue torturado y le quemaron la pierna derecha hasta dejarla chamuscada
Hace tres años, a su paso por Croacia, este joven, que huyó de la pobreza y con ambos padres enfermos, fue detenido por la policía. “Ellos llevaban un uniforme negro y máscaras”, cuenta, con voz tímida. Mientras estuvo detenido, fue torturado y le quemaron la pierna hasta dejarla chamuscada. “Después me echaron un polvo blanco, no sé qué era, pero dolía mucho”, relata.
Umar pasó un mes en el hospital, para ser enviado después a Bosnia. En ese país conoció a la pareja, quienes desde entonces lo han apoyado con asistencia médica para mantener limpia la herida en su espinilla derecha. “Ella [Fornasir] siempre me decía: ‘Te espero en Italia”. En ese país balcánico también se conoció su historia. “Allí [en el campamento] vinieron muchos periodistas a entrevistarme. Me quedé tres meses y luego intenté cruzar de nuevo”, rememora.
Su historia se hizo tan conocida que al llegar de nuevo a Croacia, un país miembro de la Unión Europea, fue detenido y deportado, al ser identificado por una foto de uno de los artículos periodísticos. “Traté de ir de Bosnia a Italia al menos 36 veces a pie”, relata. En su último intento de atravesar la frontera entre Croacia y Eslovenia, perdió a un amigo. “Llegué aquí solo”, dice cabizbajo.
Su travesía infernal acabó en 2020, cuando llegó a Trieste, la ciudad donde decidió pedir asilo. El pakistaní se reunió con Franchi y con “Mamá Lorena”, como la llama a ella, que a menudo le limpia la pululante herida. Cuando sube sus pantalones hasta la rodilla, deja descubierta su quemadura roja, profunda, que impacta a algunas personas presentes. No obstante, Arif dice que se encuentra bien.
‘The Black Post’, la actualidad contada por los inmigrantes
La atención médica que ha recibido la ha ayudado en su recuperación. “Cuando llegué a Italia, un médico trató mi pierna y me dio una vacuna para la infección”, explica. Como agradecimiento al apoyo que recibió, se unió como voluntario a Linea d’Ombra para ayudar a sus paisanos y a otros recién llegados en la labor de traducción.
En la ruta de los Balcanes, solo de enero a septiembre de 2022, se registraron 106.396 cruces irregulares, casi tres veces más que en el mismo periodo del año anterior, de acuerdo con cifras de la Agencia Fronteriza de la Unión Europea (Frontex). En 2021, hubo un total de 61.735 entradas. Frontex resalta que el elevado número de detecciones puede atribuirse a repetidos intentos de entrada por parte de migrantes que ya se encontraban en los Balcanes occidentales.
En la Plaza del Mundo no solo se curan las heridas. Es también un sitio de socialización, alegre, donde los migrantes se mezclan con activistas, jóvenes scouts y niños que juegan con la pelota. Muchos se quedan durante el día para hacer nuevos amigos y volver a retomar sus vidas; otros no tienen más opción que pasar la noche en el lugar.
Uno de ellos es Hussein, que acaba de ponerse unos nuevos zapatos y una camiseta que los voluntarios le donaron. El joven pakistaní, que prefiere no dar su apellido, tiene 24 años y llegó a mediados de agosto. Vivía en Mohmand Agency, un distrito situado en el límite con Afganistán. Pese a que su país oficialmente no estuvo en guerra como el vecino, sí vivió las consecuencias de cerca. “Mi pueblo estaba a solo 200 metros de la frontera. Tenía una vida muy buena, un auto, un negocio y una buena casa. Pero las bombas empezaron a caer y había ataques terroristas todas las noches. La tienda donde trabajaba ya no existe. Cuando un artefacto mató a mi tío y a dos de mis primos decidí dejar mi país”, recuerda.
Hussein emprendió el viaje con un primo sin saber que iba a tardar siete años. Durante la travesía perdió a un amigo, que mataron a balazos en la frontera con Turquía. Sentado en una de las bancas de la plaza, cuenta que pasó por Grecia, donde vivió dos años en un campamento: “La vida allí era la de un animal. Trabajaba recogiendo tomate y papas durante 12 horas al día. Y todo eso solo por 25 euros que nunca me dieron”.
Cuando retomó su camino al norte, la situación no mejoró. “Cada vez que la policía de Bosnia nos detenía, nos quitaba el teléfono y hasta los zapatos. Te tratan como si fueras nadie, yo no soy nadie, soy un refugiado. En esos países quieren a sus mascotas, hay amor por el perro, por el gato, pero solo hay odio para los migrantes. Eres peor que un animal”, narra mientras varias personas alrededor escuchan su historia.
Hussein ha pedido asilo en Italia, donde ha recibido “un mejor trato” y espera encontrar un trabajo que le permita enviar dinero a su madre y a su hermano menor. Sin embargo, durante un mes no pudo descansar su cabeza en una almohada, ya que el sistema de acogida está saturado, por lo que hasta mediados de septiembre pasó las noches bajo el cielo abierto en la misma plaza donde conoció a Franchi y Fornasir.
Trieste, la puerta oriental de Italia
Durante el verano, cuando más llegadas se registran, los voluntarios de Linea d’Ombra compran entre 12 y 15 pollos asados, algunas verduras, unos plátanos y un poco de pan para los migrantes de la plaza. A veces la comida alcanza para llenar los estómagos vacíos de los viandantes, pero en ocasiones hay quien se queda con hambre. Los recursos de la asociación solo les permiten hacerse cargo de los transitanti —como les llaman en italiano a los que están de paso—, pero no de los que deciden quedarse en este país europeo.
“Mi rol aquí es entender lo que necesitan y avisar a la asociación de la cantidad de zapatos, mochilas o camisetas que necesitamos”
Ismail Swati, trabajador social
Ismail Swati, intérprete y trabajador social, se ocupa de identificar a los recién llegados para que sean los primeros en obtener comida. Todos los días al salir del trabajo, este pakistaní de 36 años llega a plaza de la Libertad como voluntario para recibirlos, escuchar sus necesidades y facilitar la comunicación entre ellos y los activistas.
“Mi rol aquí es entender lo que necesitan y avisar a la asociación de la cantidad de zapatos, mochilas o camisetas que necesitamos y también cuánta comida hay que comprar”, explica. En cada conversación habla un idioma diferente: darí, pashtu y urdu, que le permiten conversar con los que llegan de Pakistán, Bangladés, Afganistán, Irán o Nepal.
Swati trata de resumirles en unos minutos cuáles son sus derechos y los pasos que necesitan cumplir para pedir asilo o seguir con su viaje. También les entrega unos kits de higiene: “Hasta hace tres días aquí no había ni baños públicos, ni duchas. Había alrededor de 200 personas durmiendo en esta plaza o en otros parques porque no hay sitios para acogerlos”, confiesa. En las últimas semanas convulsas llegaba a casa por la noche con la garganta seca. “Era como tener seis trabajos”, dice.
Desde la segunda semana de agosto la situación ha mejorado parcialmente, ya que el Ayuntamiento volvió a abrir un centro de día cerca de la estación —que cerró durante la pandemia— para los migrantes que llegan a la ciudad. Aquí pueden ducharse, ir al baño, cargar el teléfono móvil y ser atendidos en un pequeño consultorio médico si lo necesitan. También se adaptaron unas 20 camas sin distinción entre solicitantes de asilo y personas en tránsito. No obstante, no hay sitio para todos.
Franchi calcula que entre julio y septiembre los voluntarios de Linea d’Ombra llegan a atender hasta 70 migrantes al día; para acceder a una cama del centro hay que pasar por una selección que da prioridad a los más vulnerables.
Es difícil cuantificar el número real de llegadas a Trieste desde los Balcanes, ya que muchos no piden asilo en la ciudad y no son registrados. Según los datos del último informe del Consorzio Italiano di Solidarietà (Ics) sobre el sistema de acogida en Trieste, 4.829 personas fueron alojadas en 2021, casi el doble de lo habitual. El año pasado, la mayoría de los migrantes que llegaron a la ciudad eran pakistaníes, seguidos de afganos (1.185) y bangladesíes (782).
Gianfranco Schiavone, presidente de Ics, explica que estas cifras se quedan lejos de reflejar la realidad. El dirigente estima que entre 2.000 y 3.000 personas más fueron registradas por la policía fronteriza el año pasado; los datos no se han hecho públicos. A estos números, sostiene, hay que sumar también a los que recibieron asistencia de las organizaciones sociales, pero que nunca accedieron a la acogida y que por ello no se incluyen en ningún registro oficial. “En total pudieron haber entrado de media unos 10.000 migrantes a la ciudad en 2021”, describe en llamada telefónica.
Trieste es una de las ciudades con mejor gestión migratoria en Italia y pionera en la adopción de un mecanismo de “acogida territorial difusa”, según Schiavone. La primera fase prevé alrededor de 250 plazas distribuidas en dos edificios, uno cerca de la frontera con Eslovenia y el otro en el barrio triestino de Prosecco. Luego, una parte de los refugiados se traslada a otras regiones, mientras que la otra entra a vivir en apartamentos autogestionados en la ciudad. Se trata de viviendas alquiladas por particulares a las asociaciones que se encargan de colocar a los solicitantes de asilo. “En diciembre de 2021 vivían en absoluta normalidad en unos 170 pisos de la ciudad”, asegura.
“En total pudieron haber entrado de media unos 10.000 migrantes a la ciudad en 2021”
Gianfranco Schiavone, presidente de Ics
Pese a este sistema, decenas de solicitantes se están quedando durante varios días, hasta meses, a la intemperie, aun teniendo derecho a recibir un techo. “En este momento la situación es crítica como nunca lo ha sido en los últimos 10 años”, zanja Schiavone. A inicios de octubre, alrededor de 250 solicitantes no habían accedido a una plaza todavía; 110 de ellos llevaban esperando más de un mes, según los datos que aportan las asociaciones que trabajan en el sitio. El experto advierte de que es una cifra conservadora. Swati, por su parte, eleva este número a entre 300 y 400 personas.
El presidente de Ics atribuye esta situación a “incumplimientos institucionales” por parte de las autoridades locales. “El problema es que no todas las personas pueden entrar en el sistema de acogida territorial de la ciudad. Una parte tiene que trasladarse a otras regiones después de la primera fase. Este mecanismo siempre ha funcionado bien en Trieste, pero desde la segunda mitad de junio ha habido una desaceleración de los traslados, que se retomaron en las últimas semanas”, comenta. Sin embargo, siguen siendo insuficientes por el flujo de las llegadas actuales.
Ante esta situación, y viendo que decenas de migrantes están obligados a dormir a la intemperie, la sociedad civil publicó el 13 de octubre una carta abierta, firmada por unos 600 ciudadanos, para exigir soluciones. El día después, el Ayuntamiento anunció la apertura de un nuevo centro de acogida, abierto 24 horas, con 100 plazas.
No obstante, Schiavone explica que se trata de un centro de “preacogida” que apenas cubre las necesidades básicas de las personas. Se espera que el espacio abra en noviembre. “Es una respuesta que llega con un retraso vergonzoso, y el impacto será mínimo si sigue este flujo de llegadas y si no aumentan los traslados”, advierte el experto. Brújula Global preguntó por las actuales condiciones del sistema de acogida, pero la comisaría y la prefectura de Trieste no respondieron.
Bordar los nombres de quienes se quedaron en el camino
En la plaza, al pie de la estatua de la emperatriz austriaca Isabel de Baviera (Sissi, como es conocida históricamente), Fornasir extiende una sábana blanca. Algunas de las scouts se acercan con curiosidad para saber de qué se trata. La mujer coloca fotografías impresas en blanco y negro con el rostro de las personas. En la tela se leen varios nombres bordados en rojo: Al Ham, Jawad Khan, Yasir Afridi, Asif Khan. “Dar a conocer su historia es una cosa…”, resalta con la mano en el pecho y la voz entrecortada. Su esposo añade: “Hay alrededor de una docena de nombres. Personas que murieron o desaparecieron a lo largo de la ruta de los Balcanes, algunos de ellos han sido tejidos por otros migrantes”.
El sol sale de entre las nubes e ilumina la plaza al atardecer. Fornasir, con su pelo gris recogido con un broche brillante, coge una aguja y un dedal y empieza a bordar más nombres sobre la sabana. Lo hace con los mismos cuidados con los que cura las heridas de los migrantes y la misma atención que les presta todos los días. Varios voluntarios dicen que ella parece tener un radar: siempre reconoce quién necesita apoyo o sabe qué hacer para ayudarlos. Minutos después, un joven con su mochila a la espalda deja un billete de 10 euros entre las fotos. Alrededor comienzan a sentarse las scouts que se unen a la actividad.
La idea de este gesto nació en 2018, cuenta Fornasir. Retomaron el concepto de colectivos sociales en Latinoamérica, como el de las madres de la plaza de Mayo, en Buenos Aires (Argentina), o los de familias con parientes que mueren en el intento de llegar desde la región hacia Estados Unidos.
“Fue lindo cuando nació [el gesto] porque aquella tarde, cuando la plaza se vació y solo quedaban unos pocos para bordar, llegaron los niños migrantes y nos preguntaron si podían saber el nombre de aquellos chicos. Querían participar”, recuerda. Los sobrevivientes empezaron a escribir los nombres de los que nunca consiguieron alcanzar su destino para que se recuerden sus historias.