El relato de una familia hondureña partida en dos por la distancia: los que permanecieron frente a los que cruzaron la frontera de Estados Unidos en la búsqueda del ‘sueño americano’
Brisas de Olanchito (Honduras) | 6 de noviembre de 2022
El corredor rosado de la casa está en un silencio sepulcral. Solo es roto por el paso de motos, tractores y camiones que transportan palma africana o caballos por un camino sin asfaltar y que deben esquivar animales que se interponen en su trayecto. Desde su silla, y mientras toma un café preparado por su esposa, Jorge Rodríguez saluda cada mañana con un “buenos días, mano” a todo aquel que pasa junto a su vivienda. Le suelen responder con un grito incomprensible que finaliza con un “mano” de vuelta.
Hace cuatro años el panorama era muy distinto. Nahomi y Julieth, sus nietas, entonces de nueve y once años, trataban de esconderse por este pasillo mientras su prima Génesis, de ocho, les lanzaba bolitas de maíz entre risas. La que recibía el impacto era entonces la encargada de disparar las migas que quedaban desperdigadas por el suelo. Después, correteaban hacia el patio de la casa para sumergirse en una improvisada piscina, que realmente era una tina en desuso, llena de agua de lluvia. De las tres, en ese hogar ya solo vive Génesis, quien pasa su tiempo en soledad dibujando con esmero personajes de anime y aprendiendo japonés a través de las famosas series de dibujos que ve en plataformas digitales.
En octubre de 2018, Nahomi y Julieth se embarcaron junto a otra prima, Aymar, en la primera gran caravana migrante rumbo a Estados Unidos. Huían de la pobreza que asola la aldea Brisas de Olanchito, en el departamento hondureño de Colón. Génesis fue la única que se quedó, mientras ellas cruzaron el muro tras recorrer más de 4.000 kilómetros.
Los abuelos, Jorge, de 72 años, y Magdalena Orellana, de 68, tuvieron diez hijos, de los cuales cinco (tres mujeres y dos hombres) emigraron a EE UU. Ambos reconocen que ni siquiera saben cuántos nietos tienen en ese país al que cada año tratan de llegar miles de personas. “Hasta tenemos biznietos que han nacido allá”, admiten al unísono.
Ambos relatan que cuando su hija Karen, la mamá de Julieth y Nahomi, emigró, las niñas se quedaron viviendo con ellos. Le pagó 4.000 dólares a un ‘coyote’, en 2016, para vivir en North Charleston (Carolina del Sur). Sin embargo, al enterarse de la caravana migrante de 2018, no se lo pensó dos veces y embarcó a sus hijas con una tía en esta gran travesía por Centroamérica y México que estuvo conformada por unas 7.000 personas.
Tras dos años de convivencia con sus abuelos, ambas dejaron un vacío enorme. “Al principio las extrañábamos porque eran como hijas, pero a día de hoy ya más o menos nos estamos acostumbrando, aunque todavía nos hacen falta”, asegura Jorge. Magdalena, por su parte, se emociona al recordar cómo Julieth, ahora de 16 años, la seguía por toda la casa intentando ayudarla en todo lo posible. “Era la más cariñosa, la traviesa era la Momi”, afirma entre risas, refiriéndose al apodo que le puso su hermana a Nahomi, ahora de 14.
Génesis fue la única que se quedó con sus abuelos en Honduras mientras sus tres primas lograron cruzar a Estados Unidos
“Desde que Julieth se fue, siento tristeza en ver que ya no anda conmigo atrás y me hace falta”, lamenta la abuela, quien sostiene con orgullo tres fotos de ellas que aún cuelgan en una pared de la casa. También conserva el diploma que obtuvo Julieth por haber finalizado su educación preescolar. Son los únicos recuerdos materiales que quedaron de las niñas en Honduras, junto a la ropa que heredó Génesis. Jorge es consciente de que, aunque las extraña, ellas tienen mejores posibilidades de vida en Estados Unidos. Magdalena lo secunda: considera que en el país donde nacieron las niñas “cuesta más tener un futuro”.
Una adaptación difícil
Verónica Orndoff, trabajadora de la comunidad de salud de la organización PASOs, que ayuda a los latinos en Carolina del Sur, detalla que los migrantes que obtienen la residencia en el territorio gozan de más oportunidades para conseguir becas. “[Si no las logran] van a sufrir más porque van a pagar hasta tres veces más por estudiar en la universidad”.
Julieth, Nahomi y Aymar sueñan con regresar a su tierra tras no haberse adaptado del todo en North Charleston, donde han vivido cuatro años. Las tres dicen que han sufrido episodios de depresión que las han llevado incluso a recibir atención psicológica. Las dos primeras, incluso, han sido víctimas de acoso escolar (bullying) por su origen latino. Lejos quedó aquel día de diciembre de 2018 en que se bañaban felices y despreocupadas en la playa de Tijuana, frente al muro de hierro de color marrón que separa México y EE UU. Lo cruzarían al día siguiente para empezar una nueva vida a miles de kilómetros de su tierra.
Orndoff explica que algunos migrantes, sobre todo los adolescentes, suelen padecer problemas de ansiedad y depresión por el estrés que les genera vivir en un nuevo país. También señala que el acoso escolar es habitual. Por ello, resalta la importancia de que reciban ayuda psicológica y cuenten con el apoyo de sus padres. “Si están todo el día trabajando y no están ahí para apoyarlos va a ser muy difícil que se puedan adaptar. Van a extrañar el cariño de la familia, de los amigos y vecinos que han dejado”, describe.
Una de las razones principales por las que añoran regresar es para reunirse con sus abuelos; temen que quizá no los vuelvan a ver con vida dado que ambos padecen diabetes. En el caso de Magdalena, su nieta Génesis se ha convertido en su enfermera, le inyecta insulina dos veces al día, al tiempo que le pincha el dedo para analizar el nivel de azúcar en la sangre y enviar los resultados a un médico en Estados Unidos, que la monitoriza a través de un aparato. “Nosotros también pensamos en que tal vez no volvamos a ver a nuestras nietas por la edad que tenemos y que ya solo será por medio de videollamadas”, piensa Jorge.
Los abuelos no pierden la esperanza de visitar el país norteamericano. Hace unas semanas, se trasladaron hasta La Ceiba, a una hora en vehículo desde su aldea, para recoger sus nuevos pasaportes. Uno de los hijos, que ya ha obtenido la residencia estadounidense, está intentando conseguir una visa para que sus padres puedan reencontrarse con parte de su familia y conocer a sus nuevos nietos y biznietos.
Al mismo tiempo, en North Charleston, Karen asegura entusiasmada que hace unos días ha obtenido la visa tipo U para ella y tres de sus hijas, incluidas Nahomi y Julieth. Se trata de un documento que se otorga a víctimas de crímenes violentos cometidos dentro de EE UU; por motivos de confidencialidad prefiere no revelar el motivo por el que se la han dado. Una vez complete los últimos trámites, tiene previsto solicitar un permiso para poder trabajar legalmente en el país. Ella cuenta los días para poder viajar a Honduras el próximo año. Aún está pensando si lo hará en Navidad, en el Día de la Madre o para el cumpleaños de Magdalena. “Si vienen, no van a querer regresar”, augura Jorge, en referencia a sus nietas.
Orndoff señala que los migrantes siempre llevan en la mente los recuerdos que atesoran y que vivieron en su país de origen. Por ello, muchas veces se dan casos de depresión, como los que sufrieron estas jóvenes, ya que extrañan el lugar donde nacieron y a su familia. “Va a ser muy difícil que superen esto sin el apoyo de los padres, necesitan su supervisión, afecto y cuidados”, insiste, al tiempo que advierte que si no reciben ayuda pueden ser vulnerables al consumo de drogas o incluso a caer en manos del crimen organizado.
Videollamadas contra el aburrimiento
Mientras el viaje a Honduras se hace realidad, Karen y sus hijas se habían trasladado de Carolina del Sur a Atlanta (Georgia) en busca de mejores condiciones económicas. Allí vive uno de sus hermanos, que le había conseguido un trabajo a su pareja pintando casas. Nahomi y Julieth estaban afligidas porque no habían sido inscritas en el colegio: solo se dedicaban a limpiar la casa, a cuidar de sus hermanos y a estar tumbadas en la cama. La madre estaba pendiente de registrarlas, al igual que a su hijo pequeño que nació en EE UU, pero perdió la partida de nacimiento, sin la cual resultaba difícil escolarizarlo en dicho estado. Por ello, decidieron volver a North Charleston para que pudieran retomar las clases.
Nahomi, que llegó a Estados Unidos sin saber leer ni escribir, ya finalizó noveno grado, mientras que Julieth estaba estudiando un curso de medicina en una academia que apoya a adolescentes que no han querido o podido continuar con sus estudios.
Lo único que las distrae y les alegra el día es realizar videollamadas con sus abuelos, que las reciben entusiasmados, como en esta que hicieron días antes de volver a Carolina del Sur.
Jorge: ¿No se hallan en Atlanta?
Nahomi: No es que no nos hallemos, pero como no vamos a la escuela es por eso.
Jorge: Se necesitan un montón de papeles para matricularlos.
Nohemi: Este es un estado donde todo es con dinero y necesitamos eso.
Jorge: A ver qué acaban haciendo al final.
Nohemi: Mi mami dice que tal vez volvamos [a Atlanta], pero a saber. El problema es que no puede meter a la escuela a mi hermano porque no tiene un papel que diga que es su hijo.
Jorge: ¿Y no lo tuvo ella, pues?
Nohemi: Se le perdió la partida de nacimiento.
Jorge: Qué barbaridad.
Con la abuela, la conversación cambia de tercio y comienzan a hablar de cabello cuando Nahomi observa a su prima Génesis por la pantalla del teléfono.
Nahomi: Tiene bien largo el pelo. Mire el mío, abuela, qué chiquito lo tengo. Fíjese que cuando recién llegué a Estados Unidos agarré ansiedad, me preocupaba y se me estaba cayendo.
Abuela Magdalena: Ahora ya le está creciendo.
Nahomi: Aún tengo guardados los mechones que se me caían. Era hermoso mi pelo.
Magdalena: Ojalá, primero Dios, puedan venir a Honduras.
Nahomi: Sí, ojalá.
Jorge es consciente de que sus nietas no son felices en Carolina del Sur. “Al principio nos decían que no se podían acostumbrar y que les hacíamos falta nosotros. Hasta ayer todavía Nahomi decía que nos extrañaba”. En una de las videollamadas, la adolescente le preguntó a su abuela qué iba a hacer de comida ese día. “Frijoles parados, chile, tomate picado y huevos”, contestó Madgalena. Seguidamente, la joven se sinceró: “Extraño mucho tu comida”. Pese a que no han terminado de adaptarse a la nueva vida, la abuela les aconseja que se queden en EE UU.
El abuelo, por su parte, añade: “En Honduras, es imposible que una niña de su edad tenga un futuro y en Estados Unidos sí”. Pese a ello, espera sacar adelante a Génesis, quien ya ha culminado el sexto grado y el año que viene, tras un año sin asistir a la escuela, se matriculará de nuevo. Él espera vender una moto por 25.000 lempiras (unos 1.000 dólares) que servirán para sufragar sus estudios y comprarle una a ella para que pueda trasladarse.
La joven vive con sus abuelos desde que su madre la abandonó y su padre tampoco se hizo cargo de ella. De momento, descartan que Génesis emigre, como hicieron sus primas, aunque sí se plantean sacarle una visa para que visite el país de manera legal.
La vida después de cruzar la frontera: la felicidad está en otra parte
Para lograr mantenerse, uno de los hijos de Jorge en Estados Unidos le envía unos 100 dólares semanales, que sirven para comprar la comida y las medicinas de Magdalena contra la diabetes. “No se ha descuidado de nosotros”, destaca. Pero resulta insuficiente.
En los últimos años, ha vendido cohetes durante las fiestas navideñas en Sabá, un municipio a ocho kilómetros de su casa. Este es el primero que no se va a dedicar a ese negocio, ya que ha optado por ser el encargado de un grupo de agricultores que recogen mazorcas de maíz en una finca. A su edad, debe seguir trabajando para sacar adelante a su familia.
Cuando partió la caravana migrante de 2018, los abuelos de las tres niñas no se plantearon sumarse. “Estábamos un poco viejos para caminar y subirnos en camiones [autobuses]”, destaca Jorge. Y añade: “Sí hemos tenido el sueño de ir a Estados Unidos, pero de manera legal y no escondiéndonos de nadie, es lo que estamos intentando hacer ahora por segunda vez”.
Pobreza endémica en Honduras
A pocos metros de la casa en la que residía Karen, Elkin Martínez, su amiga de la infancia, vive de manera precaria en un hogar de adobe, techo de lámina y sin agua potable. “Ojalá lloviera para agarrar un poco”, asegura su hermana cuando el cielo empieza a encapotarse antes de que caiga un aguacero. La situación de Martínez no dista mucho de otras familias en las aldeas de Elixir y Brisas de Olanchito: madre de cuatro hijos sin recursos económicos para escolarizar a sus niñas de 12 y 14 años, que no saben leer ni escribir.
En Honduras, el 12% de la población mayor de 15 años no sabe leer ni escribir. Esta cifra se eleva hasta el 19% en zonas rurales, mientras que en la ciudades solo alcanza el 6,8%, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Colón es uno de los departamentos donde se encuentran las tasas más altas de analfabetismo. “Al ver la condición de demasiada pobreza en la que vivimos aquí, a veces he pensado en emigrar a Estados Unidos para ayudar a mis padres y mis hijos. Aunque también me iba a ir en la caravana migrante de 2018, hablé con personas que me metieron miedo. Ahora me arrepiento al ver que sí llegaron las hijas de Karen”, relata.
Martínez trabaja en la cocina, donde solo gana 1.500 lempiras al mes (60 dólares), o lavando ropa a 100 (4 dólares) la canasta. “Esto no da casi ni para el almuerzo. A veces toca aguantar hambre porque no ha habido qué comer”, lamenta. Se siente “abandonada” por el Gobierno. Su esposo trabaja en una finca bananera: “Da más o menos para sobrevivir”. El 53% de la población de Honduras vive en extrema pobreza, según el INE.
"Al ver la condición de demasiada pobreza en la que vivimos a veces he pensado en emigrar para ayudar a mis padres e hijos"
Elkin Martínez
Durante la entrevista, varios niños juegan alrededor mientras sus jóvenes madres están sentadas con la mirada perdida. Martínez desvela que, solo en su familia, hay 30 menores de edad, muchos de padres adolescentes. Por ello, considera que la única manera de poder mejorar en Honduras es irse a Estados Unidos. Pone como ejemplo las casas construidas en su aldea con el dinero que llega de las remesas, que contrastan con las precarias como la suya, sin servicios básicos y con difícil acceso a través de caminos empedrados.
Los que no que no alcanzaron el destino
A 300 kilómetros de distancia, siguen llegando buses a la frontera de Corinto, entre Guatemala y Honduras, con migrantes deportados desde EE UU. “El sueño americano se convirtió en pesadilla”, asegura una mujer hondureña que acaba de ser regresada desde San Antonio, Texas. Se trata de la quinta vez que intenta llegar al país y resalta que va a seguir tratando de alcanzar su meta para reagruparse con su hijo que vive allí.
La mujer afirma que el avión en el que la deportaron la dejó en Tapachula (México), por lo que tuvo que atravesar el río Suchiate para entrar en Guatemala y proseguir su regreso a Honduras. Los balseros que se dedican a pasar a migrantes de un país a otro la asaltaron, sostiene, al igual que a 20 personas en su misma situación: “Nos quitaron todo el dinero”.
México, un salvoconducto en la búsqueda del ‘sueño americano’
En el mismo bus viaja una pareja joven de Venezuela que ha decidido regresar a su país, después de que el Gobierno del presidente de EE UU, Joe Biden, anunciara a comienzos de octubre que iba a aplicar el Título 42 a los migrantes con aquella nacionalidad, devolviéndolos de manera directa a México sin posibilidad de solicitar asilo.
Se han montado en el vehículo sin hacer los trámites migratorios en la frontera entre Guatemala y Honduras. El piloto les advierte de que podrían ser expulsados, por lo que les recomienda que preparen 300 lempiras (12 dólares) para sobornar a uno de los agentes e impedir que sean devueltos a Guatemala. Pocos minutos después, les dice que no han aceptado el dinero y que deben descender. Les explica que abajo les espera un hombre de su confianza que les ayudará a rodear el puesto fronterizo y montar de nuevo en el bus rumbo a la ciudad hondureña de San Pedro Sula. Cinco minutos después, se suben de nuevo tras haber entregado unos 20 dólares a la persona que los acompañó para evadir el control policial.
Una oportunidad para sus hijas
A más de 4.200 kilómetros, Karen, la madre de Nahomi y Julieth, habla sobre la vida de las jóvenes en el extranjero. “Siempre me han dicho que se quieren volver porque sienten que EE UU no es el país para ellas”, admite. Y agrega: “Una madre se siente frustrada, triste y decepcionada porque desea lo mejor para sus hijas, pero ellas no querían estar en este país, las golpeaban mucho en la escuela y se sentían más seguras en Honduras”.
Karen comparte el miedo de las jóvenes de no volver a ver a sus padres, pero explica que si emigró fue para que sus hijas estudiasen y tuviesen esa oportunidad que a ella le faltó. En este sentido, no tiene ninguna duda de que lograrán graduarse: “Lo van a conseguir con mucho esfuerzo, amor y valentía”. Sin embargo, reconoce que, de momento, Julieth y Nahomi se sienten un poco abrumadas y tristes porque se les está haciendo difícil adaptarse.
Karen admite que teme que sus hijas acaben consumiendo drogas. Uno de los hermanos cayó en una adicción y se fue de casa. “Quién sabe dónde está, y no quisiera que me vuelva a pasar con ellas”, menciona. De momento, la mujer no puede decir que esté cumpliendo su ‘sueño americano’, aunque cree que algún día alcanzarán la felicidad allá.
En Honduras, los abuelos dicen que no tienen intención de quedarse en Estados Unidos en caso de conseguir la visa de turista: “Ya tenemos casita propia acá gracias a la ayuda de uno de ellos”. El día que logren viajar piensan quedarse unos ocho días en cada una de las casas de sus hijos.
El 73% de la población de Honduras vive en condiciones de pobreza, según el Instituto Nacional de Estadística
Jorge considera que ya se acostumbraron a estar solos en Honduras. “Al principio, cuando se fueron sus primas, Génesis estaba triste porque no hallaba con quien jugar y pasaba el día aburrida, pero luego también se habituó a estar sola”, detalla. La joven, por su parte, reconoce que aún sigue echando de menos a sus primas Nahomi y Julieth.
Como todos los días cuando dan las ocho de la tarde, los abuelos recogen la mesa y sillas del porche, justo cuando resuena a todo volumen la voz de un predicador, en una iglesia evangélica cercana. En ese momento, cierran la puerta de su vivienda y se van a dormir con la esperanza de reunirse pronto con sus nietas, quienes a su vez desde la distancia anhelan volver a verlos. “¿Será que cuando vuelvan a Honduras cabremos las tres en la tina?”, pregunta entre risas Génesis a su abuela, quien mira hacia arriba esbozando una sonrisa.
*Reportaje escrito en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y 'El Faro'. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
El sueño pendiente en Minnesota Mientras algunos regresan sin haber logrado su sueño, Rosa Pineda anhela volver a Santa Rosa de Copán (Honduras), de donde partió en 2018 para sumarse a la caravana migrante. Ella y sus dos hijos, Isaac, de entonces 12 años, y Celeste, de 17, cruzaron la frontera de EE UU por un punto ciego de San Diego. Tras ser arrestados por la patrulla fronteriza, los llevaron a un centro de detención, donde permanecieron dos días. Fueron liberados y se dirigieron a Willmar, una pequeña localidad en Minnesota, donde ya habían vivido entre 2015 y 2017. Anteriormente, optaron por volver a Honduras debido a una depresión en la que cayó Celeste. No habían encontrado un lugar fijo donde vivir, lo que dificultaba, además, cualquier petición de asilo. “Migración me puso dos opciones: deportación o salida voluntaria, y yo les dije salida voluntaria, así que pagué los boletos y me fui”, rememora Rosa, de 61 años. La familia ahora vive en casa de la estadounidense Jessica Rohloff. Ella se ha encargado de darles un techo, alimentación y ropa, y sufraga todos sus gastos médicos y de educación. Rohloff incluso ha conseguido que Celeste estudie una licenciatura en Sociología en una universidad del estado de Washington. Isaac ha obtenido reconocimientos por ser uno de los estudiantes más destacados de su escuela. En Honduras, Rosa sufría violencia machista por parte del padre de sus hijos, por lo que decidió escapar a Willmar, donde ya vivía Gaby, su hija mayor, de 35 años. Es una casa de campo a varios kilómetros del pueblo más cercano, lo que provoca que se sienta aislada, sobre todo durante los duros meses de invierno con nieve y gélidas temperaturas. La mujer está pensando en mudarse a otro estado más cálido, como Florida o California. “No hay palabras para describir a Rohloff. Aún no me creo que aceptara que viviéramos con ella sin conocernos de nada, pero ya no puedo vivir con este frío”, subraya. Mientras sus dos hijos están totalmente adaptados a EE UU y hablan inglés a la perfección, Rosa no ha conseguido aprender el idioma, ni tampoco ha obtenido un trabajo, por lo que se pasa el día sola en la vivienda sin hablar con nadie, salvo unas pocas palabras con Jessica, quien entiende mínimamente el español. Se siente “en deuda” con ella y no quiere parecer desagradecida, pero insiste en que su objetivo es trabajar en otro lugar, ya que ni siquiera tiene licencia de conducir para encontrar un empleo en Willmar y trasladarse de un sitio a otro. Sus días transcurren monótonos, sin nada que hacer, a lo que se ha sumado la ausencia de Celeste y de Gaby, quien se mudó hace poco a California junto a sus dos hijos. En cuanto a su estatus migratorio, los hijos ya cuentan con visa juvenil, mientras que su caso ha sido separado del de ellos y se encuentra en cierre administrativo. Eso significa que lo puede abrir cuando desee para solicitar asilo, pero corre el riesgo de que se lo denieguen y sea deportada. Su abogada le recomendó suspender el trámite por los próximos siete años, durante los cuales puede permanecer en el país con un permiso de trabajo. Su ‘sueño americano’ es que los hijos terminen la universidad y obtengan un “empleo digno como profesionales con éxito”. Ya que suceda, se plantea regresar a su tierra, donde era más feliz. Rosa no oculta las lágrimas al despedirse de Celeste. Antes de desaparecer en un vehículo rumbo al aeropuerto para iniciar sus clases en la universidad, la joven sentencia: “Sí, estoy mejor que en Honduras, aunque no puedo decir que soy feliz del todo”.